lunes, 6 de julio de 2015

artículo para contrapunto.com (19 05 2015)



UN AÑO DE MILONGA

Después de una separación tenía que encontrar dónde vivir rápidamente; había visitado varios sitios bastante cutres (televisores sonando fuerte, niñitos gritando, ropa colgando en el medio de la sala) hasta que por fin encontré lo que quería: un lugar exótico. Una chica argentina alquilaba una habitación en un apartamento que se usaba durante el día para dar clases de tango. Desde que entré y vi a la pareja bailando en el centro del salón supe que ése era el sitio. De los bailes en pareja el tango siempre ha sido mi preferido. 
Mi primera vivienda en Barcelona estaba a tres calles de la Sagrada Familia; la segunda, a tres calles de La Pedrera; este apartamento quedaba a tres calles de la cárcel. Creo que lo mío, en Barcelona, era perseguir lugares célebres.
Al principio salía poco de mi habitación, era la primera vez que vivía compartiendo piso y me sentía extraño, supongo que un tema animal de espacio; además, el jaleo personal en el que estaba me había exacerbado el yo escritor, y pasaba el día dándole a una novela. Pero una mañana salí y encontré desayunando con la dueña del piso a un guitarrista de tango que se había presentado varias veces en un bar que yo había tenido unos años antes; además de tocar, el guitarrista pasaba por mi bar cada tanto, como cliente, porque le gustaba el sitio. El guitarrista me saludó entusiasmado y les contó a los bailarines cómo era el bar. A partir de allí los bailarines de tango me abrieron su mundo.
Cada semana había en Barcelona por lo menos tres milongas (así llaman a los encuentros donde se reúne la gente que baila, muchas de las milongas se hacían después de clases colectivas de tango). En estas milongas, por supuesto, además de bailar, se liga. Ése de allá estaba con la que está bailando a la izquierda pero la dejó por aquella del fondo, sólo que la del fondo siguió enrollada con el de pelo largo, que es pareja de la pequeñita vestida de rojo que está sentada con aquél, un porteño que acaba de venir a vivir a Barcelona. Tres cuartas partes de los habitués eran locales, el resto, argentinos. Mucha gente de oficina que rompía la rutina bailando e intercambiando fluidos.
En una de esas milongas la argentina, que ya era amiga y me usaba como consejero (no sé por qué), conoció a un bailarín profesional de Buenos Aires que estaba de gira en Europa. Se enamoraron y el tipo se vino a vivir con ella (es decir, con nosotros, con ella, conmigo y con la pareja que vivía en la habitación de al lado, él profesor de tango y ella abogado). 
Cuando hablaba con el bailarín profesional parecía como si el universo todo hubiera sido creado para que el tango exista. Era un buen tipo: simpático como puede ser un argentino (hay que entrar en su rollo, los argentinos normalmente no se mueven al rollo ajeno), cómicamente arrogante, hablador, exagerado, como un adolescente grande (me llevaba media cabeza de estatura). Cuando se soltaba no había manera de pararlo: que el tango nuevo es para maricas y el tango clásico es el serio; que las milongas en Buenos Aires se dividían en dos tipos, las que él iba, y las de los boludos; que conoció Corea y Japón, los Estados Unidos y Europa, bailando con la compañía de tango; que los maestros del tango decían; que desde nene, cuando su padre vio lo bueno que era, lo apoyó para que se hiciera bailarín, al principio de baile folclórico, porque él vivía en provincia, y luego se pasó al tango, al irse a vivir a Buenos Aires, el único sitio donde se podía ser bailarín profesional; que sus canciones preferidas de tango eran; que no sé quién y el tango; que esto fue lo que le dijeron los grandes maestros del tango que le vieron bailar… En resumen, el tipo, estaba claro, tenía el genio adentro.
Y aquí viene la parte seria del artículo (que para esto se supone que son los artículos de opinión, para hablar de generalidades, no para echar cuentos): una conversación que no termina de cerrarse nunca con mi mujer y tiene que ver con el talento.  Según ella el talento existe, se nace; para mí no, el talento se fabrica, a partir de algunas ventajas iniciales, pero se hace. El problema está en que, cuando te encuentras a gente talentosa como el bailarín profesional de tango, hay argumentos para ambos bandos. Si de “nene” no hubiera destacado bailando, el padre no lo hubiera apoyado; pero si aun bailando bien el padre, por machismo o por lo que sea, no lo apoya, allí se queda la historia y probablemente el bailarín sería ahora obrero de la construcción. Si con el apoyo y metiéndose de lleno el bailarín no hubiera tenido algún tipo de virtud que le diferenciara de los otros, quizá hubiera abandonado el baile después de un par de años dándose golpes contra las paredes; pero, ¿cuánto hay de verdadera facilidad y cuánto de empeño? No hay manera de medirlo. Empeñarse no es sinónimo de destacar, pero lo que sí está claro es que sin empeño nadie llega (hay demasiada competencia prácticamente en todo). En mi versión, los primeros 20 años de vida son determinantes, o te forjaste una “cultura”, unas “competencias”, en lo que sea que quieras hacer, o serás uno más, sin nada especial que decir. A diferencia del profesor de tango de la habitación vecina, el bailarín profesional no ensayaba; pasaba el día jugando Playstation y fumando; eso no impedía que fuera mucho mejor que el otro. Pero cuando le pregunté al profesor a qué edad comenzó él con el tango fue ya avanzada la adolescencia, y no en la niñez, como fue el caso del profesional; además, su manera de sentir el tango era mucho más racional, menos efervescente que la del bailarín profesional. Para éste, el tango era la vida, para aquél, sólo la parte más importante de la vida.

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