domingo, 15 de noviembre de 2015

VIERNES 13, EL DÍA DESPUÉS (artículo para contrapunto.com 15 11 2015)


Ya en el tren, comenzando lo que será un paseo a un pueblo cerca de París, mi mujer lee un mensaje de su familia comentándole algo de un atentado terrorista en París. ¿Un atentado de qué? “No entiendo bien, algo en un concierto o en un estadio de fútbol, parece que hay más de cien muertos”. Joder. Entro con el teléfono a lemonde.com. Sí, varios atentados suicidas con armas de fuego y cinturones bombas en distintas partes de París. El metro casi vacío, como si fuera 1 de enero. Llamo a la oficina de turismo de Provins para saber si se puede ir, si están abiertos. Sí, todo normal. Ok, seguimos el paseo.
Del otro lado del océano la familia alarmada, que nos quedemos en casa, que no vale la pena arriesgarse. ¿Arriesgarse a qué? Las probabilidades de ser víctima de un atentado terrorista son casi nulas, no conozco los números exactos, pero supongo que el riesgo debe de ser similar al de bañarse en la playa y ser comido por un tiburón. Si uno piensa que en sólo dos fines de semana en Caracas hay más muertos que en este atentado parece un poco alarmista la posición de la gente de allá.
El impacto de los atentados  es simbólico, está destinado a afectar la realidad imaginaria, no el mundo físico. Francia no será ni más, ni menos peligrosa, después de la estupidez de los extremistas. Será más engorroso, sí, subir a un avión, entrar a un museo, asistir a un concierto, viajar en tren (más de lo que ya es), pero la vida seguirá como siempre a pesar de los muertos. La mayoría de la gente estará un poco más inquieta en las concentraciones, durante un tiempo, eso seguro, y los neuróticos tendrán con qué alimentar su angustia. Los políticos saldrán en la televisión llamando a la unidad contra la amenaza terrorista; solidarizándose con el dolor de las víctimas y sus familiares; explicando lo que se está haciendo (los del gobierno) y exigiendo medidas concretas (los de la oposición); aparecerán diseños o lemas defendiendo la libertad y recordando la tragedia, etc. Ya sabemos más o menos lo que viene, tenemos una experiencia reciente, la de Charlie. Todo esto es parte del mundo visible, del mundo “correcto”.


Pero los efectos van más allá, a veces aparecen escondidos entre líneas. Por ejemplo,  en el bus que nos traía del pueblo, en una entrevista de radio un periodista le preguntaba a no sé quién cómo iba a enfrentar Francia la amenaza de un grupo de personas, de una ideología, de una religión. ¿De una religión? Los periodistas, en general, no son tontos; cuando el entrevistador deja colar esta última frase lo hace con toda la mala intención. Sabe que está transmitiendo el siguiente mensaje al gran público (ese que no tiene demasiado espíritu crítico pero que decide las elecciones): Islam = Terrorismo.
¿Por qué esta moda de asimilar una “técnica de guerra” a una religión? Cualquier persona instruida sabe que el terrorismo existe desde que hay conflictos armados organizados; que está ligado a la “asimetría” de las fuerzas; que se ha analizado desde hace relativamente poco tiempo, pero que ya estaba allí; o, hablando estrictamente, ¿no era terrorismo mucho de lo se hizo durante la Revolución Francesa?, ¿o no fueron terroristas muchos de los “actos heroicos” de las guerras de independencia en América? Cualquier persona instruida sabe, también, que hay un buen número de gente que vive el Islam de forma pacífica, que el Corán no es ni más ni menos belicoso que La Biblia; que hay distintas corrientes, como en muchas religiones, que van desde el fanatismo extremo hasta la filantropía bondadosa.
La pregunta, entonces, es, ¿por qué este periodista, como tantos otros, quiere fomentar la fobia contra el Islam?, ¿Y por qué la representante del partido de ultraderecha recibe un espacio en los medios que normalmente no tiene, como si la emergencia nacional necesariamente legitimara las posturas xenófobas? ¿Qué buscan los medios, radicalizando las posiciones? No lo sé, probablemente sólo “dan al pueblo lo que el pueblo quiere”; más o menos lo mismo que hacen los publicistas cuando transmiten valores en sus comerciales. Quizá es sólo otra versión del cuento del huevo y la gallina, del círculo vicioso, de la inercia, de la pereza mental.



No lo sé, pero independientemente de las motivaciones de la gente que maneja los medios la radicalización es un juego peligroso. Los terroristas de Charlie eran franceses. De los participantes en los ataques suicidas del viernes, uno, por lo menos, también era francés. No es el contexto internacional, la OTAN, o los bombardeos en Siria lo que motiva a estas personas. Tampoco el Estado Islámico, el Daesh, o como se le quiera llamar. Es el odio, la rabia, la haine, lo que está detrás. Un odio que no cae del cielo ni lo transmite una religión. Que se genera en la infancia, se desarrolla en la adolescencia, y encuentra la forma de expresarse, “heroicamente”, en la juventud. Es importante reconocer que la sociedad francesa ha tenido problemas para asimilar a la segunda generación de inmigrantes africanos (sobre todo del Magreb). Hay tensiones, desde hace años, que se manifiestan, por ejemplo, con la quema de vehículos, aparentemente injustificada, durante la noche. En las zonas periféricas de las grandes ciudades una parte de la población joven (de todos los orígenes) desprecia a la sociedad en que vive. No se sienten parte de ella y prefieren construir su identidad por otro lado. El resentimiento se siente a gusto con los discursos radicales, sean revolucionarios, moralistas, religiosos, anarquistas, purificadores; si se puede dejar salir la furia destructiva, perfecto.
El modelo francés de integración, bajo la fachada del “respeto a las culturas de las minorías”, ha fomentado los guetos y las castas. Radicalizar el discurso, fomentar la intolerancia, es ir en la dirección opuesta a la solución del problema. A menos que se quiera instaurar un Estado Policía, con capacidad de controlar hasta los más mínimos gestos de los ciudadanos. La vía para reducir el malestar que lleva a la aparición de grupos terroristas du terroir pasa por seguir el ejemplo de las sociedades multiculturales donde la “choque de civilizaciones” sólo es el título de un libro malo que apareció hace unos cuantos años. Quizá fantaseo, pero pienso en Canadá, en Noruega, en Australia.


jueves, 27 de agosto de 2015

artículo para contrapunto.com (27 08 2015)


BOLÍVAR + MADURO = SANCHO PANZA

Este texto trata de los beneficios que aporta al gobierno bolivariano el tema de la escasez de alimentos; vuelvo a la pirámide de Maslow (el esqueleto de esta serie de artículos). Cito de A theory of human motivation (1943):
“Otra característica peculiar del organismo humano cuando está dominado por una necesidad determinada es que tiende a cambiar su forma de percibir globalmente el futuro. Para nuestro personaje crónica y extremadamente hambriento [el ejemplo que Maslow viene usando en el texto para hablar de las necesidades fisiológicas], la Utopía puede ser definida básicamente como un lugar lleno de comida.
Este personaje tiende a pensar que si únicamente lograra garantizar la alimentación por el resto de sus días sería completamente feliz y no necesitaría nada más. La vida misma tiende a ser definida en términos de nutrición. Todo lo demás será percibido como banal. La libertad, el amor, los sentimientos comunitarios, el respeto, la filosofía, todo esto puede dejarse de lado y ser visto como decorativo porque no sirve para llenar el estómago.”
No es la primera vez que un régimen utiliza el alimento como una herramienta de control sobre la población. “Pan y circo”, decían en la Roma antigua; en la Venezuela actual se trata de hacer circo con el pan.
Los regímenes totalitarios de izquierda “clásicos” (URSS, China, Cuba) han impuesto siempre sistemas de control sobre la producción y la distribución de alimentos. Algunos de los episodios más terribles de la historia contemporánea tienen que ver con este control. La colectivización de la agricultura aplicada en China por Mao Zedong bajo el nombre (que parece irónico) de El Gran Salto Adelante se calcula que provocó tantas muertes como la población venezolana actual. Y Mao Zedong no actuó ingenuamente, algo similar se había hecho ya en la Unión Soviética con resultados catastróficos desde el punto de vista humano (hambruna, represión violenta y esclavitud). Los únicos casos exitosos que conozco de colectivización de la producción agrícola se dan en pequeños grupos (no más de cincuenta personas) bajo modelos de producción pre industriales; pero cuando la colectivización es impuesta por un Estado siempre parece haber llevado a la caída drástica de la producción. Zimbabue y Corea del Norte son dos ejemplos actuales, la crisis alimentaria es tan grave que sin la ayuda internacional la hambruna atacaría a una buena parte de la población de ambos países.
El control de la distribución de alimentos también es típico de los regímenes totalitarios de izquierda. La famosa cartilla o libreta de racionamiento cubana copia lo que se hacía en la Unión Soviética y en prácticamente todos sus satélites (no importa cuán prósperos pudieran haber sido en materia agrícola antes del comunismo). No puede ser coincidencia casual, hay un mensaje claro: las “crisis” que sirven como pretexto al control sobre el alimento son deseadas, buscadas, preparadas, y halladas por regímenes que sacan provecho de ellas.
El primer conjunto de beneficios tiene que ver con el texto de Maslow citado antes: la población se estupidiza. Abrumada por la obtención de productos básicos y por la supervivencia las necesidades más “elevadas” se anulan. ¿Quién se preocupa por los presos políticos cuando un golpe de suerte le ha permitido encontrar pollo para toda la familia?
El trapicheo, el trueque, la producción clandestina, el mercado negro, los “favores” demandados u obtenidos a cambio de comida comienzan a ser parte del paisaje habitual y, progresivamente, se legitiman y se institucionalizan. En el caso de Venezuela ya vemos como un nuevo “oficio” aparece: los bachaqueros y la reventa “ilegal” de un alimento que exige horas de cola y riesgo de violencia para ser obtenido. Provecho para el régimen: la mitad chavista del país puede sacar ingresos extras provenientes de la mitad anti-chavista del país. Si el control de la distribución de alimentos desaparece las ventajas del bachaqueo también.
El segundo conjunto de beneficios que la crisis alimentaria genera al régimen tiene que ver con el circo. Si el gobierno cubano ha tenido durante años la “suerte” de haber estado bajo un bloqueo norteamericano, excusa perfecta para todos los males del país, el régimen bolivariano se esfuerza en crear la ilusión de una conspiración interna e internacional responsable de los problemas domésticos. El tono belicoso del gobierno alimenta la imaginación de una población dominada por la propaganda oficial, vulnerable a ella por su bajo nivel educativo o por creer dogmáticamente en una revolución popular.
Y aquí entra Sancho Panza en la historia: el personaje de Cervantes comienza en el primer libro como la caricatura de un hombre simple dominado por sus necesidades fisiológicas (para hablar con el lenguaje de Maslow); luego, progresivamente, en el segundo libro termina dejándose arrastrar al mundo de fantasía y locura del Quijote. Visto así, Sancho podría ser el modelo del Superhombre Chavista: encerrado en sus necesidades básicas interpreta el mundo que le rodea bajo la esquizofrenia de una Revolución amenazada por gigantes que, en realidad, sólo son molinos de viento. Lo grotesco, en este caso, es que el Quijote no es inocente, ni tampoco inofensivo.




artículo para contrapunto.com (20 08 2015)


EL FUSIL AFRICANO

La semana pasada estuve escribiendo sobre Benín y mencioné el tema del vudú; este artículo lo voy a usar para recordar los storytelling con los que me encontré sobre el terreno.
“En África el Profeta llegó hasta donde reina la mosca tse-tse”, escuché decir a un cooperante blanco que me explicó: la mosca diezma a los caballos y hasta hace cien años era imposible dominar nada sin caballos. Gracias a la mosca los animismos tradicionales africanos lograron sobrevivir a la amenaza de las grandes religiones monoteístas con sus ejércitos, sus misioneros y sus escuelas.
Un africano me dijo más o menos esto: “como no podemos saber casi nada del dios creador preferimos adorar las cosas que ha hecho. Para nosotros es más fácil comunicarnos con los espíritus que viven en los árboles o en los lugares que siempre han formado parte de nuestro entorno”. “El vudú –continuó, en una versión sincrética influida, supongo, por los misioneros–viene de la historia de Moisés, cuando bajó con las tablas de la Ley, eso que los blancos conocen como la religión de la vaca sagrada”.
En la realidad material el animismo aparece en pequeños altares en las casas, donde ponen alimentos y aguardiente; y en los pueblos y sus alrededores, en lugares a los que no se puede acceder, o sí, pero con limitaciones, porque son sagrados y si los irrespetas te puedes meter en problemas serios.
El vudú (uno de muchos animismos) tiene, además, sus propias escenografías: en los mercados hay tarantines que venden cualquier cosa que dé grima, desde insectos, garras, y murciélagos disecados hasta ramas y figuritas grotescas. En los pueblos está la casa de los feticheros, encargados de cuidar a los fetiches del pueblo (unos ídolos hechos de tierra, cuerdas, plumas, conchas, clavos, pelos, pezuñas, y otros materiales exquisitos); los feticheros están encargados también de organizar las fiestas donde aparecen los fetiches (no los ídolos, sino unos disfraces que, para los locales, se mueven solos, aunque si uno se agacha pueda ver los pies de la persona que hace bailar al muñeco); dirigen además las ceremonias de trance colectivo (en alguna estuve donde los feticheros escupían cereales masticados con aguardiente a los espontáneos que caían en el trance temblando y con los ojos en blanco), y en paralelo dan servicios de asesoría personal o actúan como médicos (exorcistas). Finalmente (siempre desde mi experiencia particular) encontré el animismo vudú en altares públicos donde los fetiches (los exquisitos) recibían regalos espontáneos de la gente (una camada de gatitos degollados, por ejemplo).
Cuando me quedé donde los pescadores la casa vecina estaba ocupada por unos brujos. Los brujos, al igual que los feticheros, viven de generar miedo, pero en vez de tener funciones benéficas se encargan exclusivamente del lado “oscuro” de la magia vudú; es decir, reciben comida, regalos o dinero a cambio de enviar maleficios. Los pescadores evitaban cualquier contacto con ellos y una vez me pidieron, muy preocupados, que no saliera en la noche de mi tienda de campaña porque los brujos iban a celebrar (lo que nosotros llamaríamos) un aquelarre. El aquelarre fue una de las cosas más curiosas que he escuchado en mi vida (escuchado, por desgracia no la pude ver, había una pared, y tampoco quería salir de la casa y generar pánico en los pescadores). Ruidos muy fuertes moviéndose de forma vertiginosa en el espacio de la casa vecina, de un extremo a otro, a saltos; primero eran esporádicos, progresivamente se hicieron más rápidos hasta volverse frenéticos. Ruidos indefinibles, entre animales y electrónicos; incoherentes, a veces rítmicos, a veces no, nunca melódicos. No sé con qué podrían haberlos producido, en la zona no había electricidad. El performance duró unas tres horas.
Uno de los pescadores me explicó que los brujos tenían el fusil africano, que podían hacer entrar en tu cuerpo enfermedades y cosas como tuercas, trozos de animales, piedras. Que si no te hacías urgentemente una curación en unos pocos días morías. Que los brujos podían convertirse en aves durante la noche e ir a ver lo que pasaba en otros pueblos. Que podían apagar un equipo de música a la distancia, sólo con el pensamiento. Yo, por supuesto, no me creía nada, pero (siempre hay un pero) pasó lo siguiente: mientras estuvimos en la aldea con lo del proyecto de cooperación una de las salidas que hicimos fue ir a visitar a unos feticheros de un pueblo vecino. Los tipos nos recibieron, nos hicieron pasar, nos mostraron, orgullosos, sus fetiches; les pregunté si podía hacer fotos; sí, no hay problema; el objetivo de la cámara buscaba enfocar pero el disparador no funcionaba; uno de los feticheros me dijo que tenía que darle un regalo un fetiche, por ejemplo, un cigarrillo; por seguirle el juego, eso hice, me saqué el cigarrillo de la boca y se lo puse al muñeco; hice las fotos, éstas que acompañan al artículo, éstas que cuando llegué a Barcelona y las hice revelar (eran los tiempos analógicos) salieron todas con manchas negras, las únicas manchadas de todo el viaje. Y lo más curioso es que no me pasó sólo a mí, también a una compañera del grupo (por desgracia no tengo el scan de sus fotografías). ¿De dónde vienen las manchas? ¿Por qué sólo cubren al fetiche y a los feticheros? No tengo la menor idea, cualquier cosa que diga sería una estupidez.
Claro que el episodio no dice nada nuevo: nuestro conocimiento del funcionamiento del mundo es escandalosamente limitado, hay muchísimas cosas para las que no hay una explicación racional que encaje en el discurso científico, cosas que abren la puerta a explicaciones fantásticas, dogmáticas, irracionales, incoherentes o arbitrarias. Para mí no se trata de desechar la lógica, la racionalidad o el pensamiento científico alegando que no sirven para nada, porque entre las construcciones verbales que conozco ellas me parece que aciertan un poco mejor cuando intento entender lo que está ocurriendo o va a ocurrir; aunque, evidentemente, después de este tipo de experiencias, no me queda más que reírme de mis seguridades, sean cuales sean. En conclusión: si no quieres dudas quédate en casa y prende la televisión.

artículo para contrapunto.com (13 08 2015)



EL DR. LIVINGSTONE, SUPONGO

El artículo anterior lo dediqué a tratar de explicar por qué París funciona como una tela de araña hecha de experiencias y cultura, en este, intentaré hablar de su espejo: la misma sensación de ser “comido” por un lugar, pero por razones opuestas.
 Mi historia es ésta: había pasado un mes en una especie de proyecto de cooperación light en Benín, durmiendo en una aldea sin electricidad ni agua, conviviendo con niños africanos, supuestamente educándolos (la mayoría apenas hablaba francés y yo, en esa época, no llegaba mucho más lejos). El “proyecto” terminó pero yo había comprado el regreso para tres semanas más tarde. En la principal ciudad del país (Cotonou) está el mercado de artesanías más grande de África Occidental. Allí quedó la mayor parte de mi dinero, convertido en máscaras africanas que parecían hechas por los artistas de vanguardia de inicios del siglo XX. Mis compañeros de proyecto se fueron y en mi bolsillo había el equivalente a menos de veinte euros; no acepté préstamos, quería saber cómo se vive en África con un euro al día.
Lo primero que hice fue salir del hotel y dejar las máscaras en la sede de la ONG local que organizaba el proyecto. Mientras lo hacía, vi en una pequeña televisión el atentado de las Torres Gemelas. Difícil de encajar, pero tenía cosas más urgentes que hacer. Me puse la mochila, me despedí, caminé hasta la playa y tomé hacia la derecha. Sabía que cincuenta kilómetros más allá estaba un pueblo que me había gustado mucho en uno de los paseos que hicimos cuando estaba en la aldea, Ouidah, el puerto por donde embarcaron a una buena parte de los esclavos que se llevaron a América. Un lugar donde convivían muchas culturas de la región por los descendientes de quienes lograron escapar de los esclavistas justo antes de ser embarcados. Probablemente el lugar del mundo donde el animismo Vudú está más vivo.
La primera noche instalé mi tienda de campaña junto a unas parrilleras que usaba  la gente de Cotonou los fines de semana. Me bañé en el mar, comí galletas y unos cocos que le compré a un vecino. Hacia el final de la tarde del día siguiente llegué a Ouidah. Mientras esperaba que cayera el sol para instalarme cerca del monumento que construyó la UNESCO se me acercaron unos pescadores y, poco después, me ofrecieron poner la tienda cerca de su casa, que era más seguro.
Entre otras cosas me comentaron que iban a salir de pesca la mañana siguiente, les pregunté si podía ir con ellos, me dijeron que sí, extrañados y curiosos. Antes de las seis de la mañana siguiente estaba guardando la  mochila en la casa del jefe de los pescadores y me dediqué a “ayudar” para que el peñero lograra pasar los dos puntos donde rompían las olas (las comillas vienen de que los tipos no me dejaban hacer casi nada, como si me fuera a partir las uñas). Mar adentro, cuando la costa era un hilo marrón claro en el horizonte, a unos cincuenta metros de nosotros una ballena decidió maltratar el agua con la cola. Yo feliz, ellos asustados golpeando el fondo del peñero con los remos y encendiendo el único motor para alejarnos del animal. Poco después, al subir una de las redes, supe que la pesca principal eran los tiburones, que se asfixiaban porque no podían avanzar. El tiburón que sacaron era más grande que yo, según me dijeron, ése era mediano. Impresionante ver la silueta elegante aparecer desde el azul oscuro del mar. A los tiburones les cortaban las aletas para un comprador chino y las mandíbulas las secaban para vendérselas al único hotel de playa de Ouidah.
Al terminar la jornada ya me habían adoptado. Puse la tienda de campaña en el patio de la casa del jefe de pescadores. Logré convencer a la señora de que no cocinara especialmente para mí, que yo comería lo mismo que ellos. Me bautizaron “akue kaká” (o como quiera que se escriba, si se escribe), que significa “muchas gracias” en fon (la lengua de la etnia de la mayoría de los pescadores). Me llevaron a un pueblo en la frontera con Togo para presentarme a los amigos y a la familia. Me hicieron beber aguardiente de palma cada vez que entraba a una casa (a las diez de la mañana ya no podía tragar más). Me comentaron que era la primera vez que un blanco comía con ellos, del mismo plato. Hablamos sobre mil cosas, a pesar de los problemas de lengua. No me dejaron pagar nada (iba al pueblo a comprar útiles escolares para los niños y compensar, de alguna forma). Me hubiera podido quedar allí, indefinidamente... Como Kennedy, en algún momento dije “yo soy beninés”.
La simplicidad; el trato directo, espontáneo, la ausencia de dobles caras, de intereses escondidos; la poca importancia dada al dinero; la inmediatez, el verdadero aquí y ahora; ser lo que se es, depender únicamente de la capacidad de conectar con los otros, de desarrollar la empatía, y nada más. Creo que éstas son algunas de las cosas que explican un fenómeno menos raro de lo que se cree: el “ser comido por el África”.
En la segunda mitad del siglo XIX, bajo los intereses de la colonización, los occidentales comenzaron a explorar la Terra Incognita. Muchos de ellos volvían de las expediciones y pocos meses después ya habían encontrado una excusa para regresar de nuevo a las “tierras de los caníbales y de los salvajes”. Era gente que no pudo readaptarse a la “civilización”. El caso más famoso quizá sea el de Livingstone, un misionero inglés célebre por “descubrir” el África Central, a quien, en una ocasión, cuando ya era dado por muerto, fue a buscar un periodista norteamericano siguiendo su rastro de aldea en aldea. Cuando finalmente lo encontró, acostado, enfermo de malaria, el único blanco a cientos, quizá miles de kilómetros a la redonda, soltó la famosa frase “El Dr. Livingstone, supongo”. El periodista fue recibido y bien tratado, pero Livingstone no quiso acompañarlo de vuelta. Tampoco quiso hacerlo años más tarde un científico alemán que al ser encontrado por el mismo periodista ya se había adaptado completamente, tanto, que era difícil distinguirlo de un africano. Tampoco regresarán, estoy seguro, los catalanes que en el 2002 conocí en Senegal, en un viaje que tenía como excusa el trabajo final de una maestría de Cooperación al desarrollo. Y lo mismo le pasará a una buena parte de los occidentales que fui conociendo en ese viaje. Había leído sobre el síndrome, pero no lo entendí hasta que lo viví.
Cuando volví a Barcelona, después de Benín, y salí del metro, me sentí aturdido, extrañado, un poco molesto, por una sensación que había olvidado: ver que casi todo, alrededor, estaba montado para hacerte soltar el dinero. Que este simple hecho (sacarte el dinero que te ha dado alguien a cambio de tu tiempo, tu esfuerzo y el uso de tus habilidades) lo domine todo parece natural e inevitable, pero en realidad no lo es. Es una opción dentro de muchas otras. Creo que lo que aprendí en África se resume en una idea: es mucho más sencillo, más natural, más suave, adaptarse y dejarse absorber por el África subsahariana que, al revés, hacer todos los malabarismos que hay que hacer para existir en Occidente.

artículo para contrapunto.com (06 08 2015)


PARÍS NUNCA SE ACABA

Voy a intentar explicar por qué, a pesar de todas las complicaciones presentadas en los artículos anteriores, escogí París como lugar de residencia y no un destino más fácil, más próximo, cultural y económicamente, por ejemplo, alguno de los “países hermanos” (Colombia, Costa Rica, México, Florida o algo así). Voy a copiar un trozo de una novela que estoy terminando de escribir:
“A alguien le escuché decir que París se come a la gente; que, en este lugar, la vida se te puede pasar dando vueltas en círculo aturdido por las ocupaciones, las urgencias, las maravillas y el ritmo de la ciudad; pero que al mirar atrás, pasados los años, uno se da cuenta de que, en algún momento, en medio del frenesí, se extraviaron las ilusiones y los proyectos, las cosas que alguna vez se creyeron importantes, las expectativas; que vida y energía se consumieron entre la sensación inicial de deslumbramiento por la ciudad y la situación habitual de presión por lo que hay que hacer para sobrevivir en ella. Pero el problema, o la dificultad, no viene tanto del ritmo de la ciudad, que se resolvería cortando y cambiando de sitio, sino que, ya mordido por París, te envenenas: las demás ciudades, con muy pocas excepciones (Nueva York, Londres, y quizá alguna otra que no conozco), se convierten en pueblos de provincia, aglomeraciones humanas con tres, cinco o diez cosas interesantes para hacer, pero no más; y entonces vives con la sensación de estar viviendo como hay que vivir sólo cuando vives en París.”
Luego, a medida que vas conociendo gente, te das cuenta de que estos síntomas no son sólo tuyos. París tiene una reserva grande de extranjeros que han caído envenenados y, lo más curioso, es que el veneno es antiguo: A Mouveable Feast (París era una fiesta) lo describe perfectamente. La ciudad ha cambiado mucho, por supuesto, en los casi cien años que han pasado desde que Hemingway era periodista, pero en el fondo el encanto de la ciudad es el mismo: la multiculturalidad, la tolerancia, el sentir que alrededor está pasando algo (no sé qué, “algo”). 
Un par de ilustraciones fáciles: cualquier día, en el metro, el afiche de un concierto de un grupo que creías extinto desde hace por lo menos veinte años (un caso, Skorpions), mientras más allá se anuncia casi con timidez, en una sala menor, alguno de tus músicos vivos favoritos, no importa cuán extraño o minoritario sea (Mulatu Astatke, en un festival, por ejemplo). Pero esto es lo de menos, porque en las salas de concierto no es donde se vive realmente la ciudad, es en la calle, caminando, sin dirección precisa, dejando que aparezca lo que tenga que aparecer.
Una vez un embajador peruano, también víctima de París, me contó una anécdota que no sé si sea cierta: según él, cuando los nazis tomaron la ciudad Hitler hizo aterrizar su avión en los Campos Elíseos. Era la primera vez que venía a la ciudad. Lo llevaron, o se hizo llevar, hasta Trocadero, donde está la terraza con la vista hacia la Torre Eiffel del otro lado del río. Hitler (siempre según el embajador) se quedó mirando en silencio, dio media vuelta, y se hizo conducir hasta su avión. Nunca más pisaría París. ¿Qué pensaba Hitler mientras miraba la Torre? Un buen argumento para un best-seller. Según el embajador algo en la ciudad lo había impresionado, empequeñecido, quizá humillado; algo que no soportó y que le hizo huir inmediatamente.
“Todo el mundo, alguna vez, ha vivido en París; pero ni Stalin, ni Hitler, lo hicieron”.  Esta idea, inventada por no sé quién, da para una tesis de maestría, pero sólo tengo media página para intentar desarrollarla: lo primero que muestra París cuando la habitas es la variedad y la diferencia; gente de todas partes del mundo compartiendo el espacio y viviendo cada quien como piensa que tiene que vivir, sin entrar en la existencia de los demás, en una especie de anonimato generalizado, acordado, querido, y buscado. Detrás de esta sensación llega, naturalmente, la tolerancia, más o menos asumida, pero siempre presente y, por supuesto, la visión relativa de las cosas, la seguridad de que no hay ideas definitivas, afirmaciones absolutas, certidumbres, dogmas, todo es discutible, cuestionable, frágil, temporal, y el pensamiento francés (quizá, más bien, parisino), se empeña en demostrar, constantemente, la verdad absoluta de la relatividad de todo; esto lo terminé de descubrir en el mejor centro de estudios que he conocido, la EHESS, un lugar donde los investigadores de ciencias sociales exponen su líneas de investigación y no se cortan para comentar sus dudas y las debilidades de sus argumentos.
Además de este aire de suave inconsistencia está toda la marea inabarcable de información que constantemente produce la ciudad, desde una oferta cultural “oficial” como no tiene ningún lugar en el mundo, hasta la sobredosis que un simple paseo largo por la ciudad te deja al regresar a casa: miles de imágenes, sonidos y olores, de gestos, acciones, objetos, construcciones, productos, estilos, formas, atmósferas, cambiando constantemente a medida que te desplazas; el mundo que te rodea ahora es completamente diferente 200 metros más allá, y lo mismo ocurrirá si avanzas otros 200 metros, y así.
Desde hace un tiempo creo que la riqueza de una ciudad se mide por el número de mundos que hay dentro de ella. Por ejemplo, Valencia, Venezuela, la ciudad donde nací, tenía, en su momento, no más de cinco mundos adentro (la zona industrial; el centro; los barrios pobres; las zonas residenciales, de ocio y los comercios para las clases medias; las zonas residenciales, de ocio y los comercios para la clase alta), de estos mundos sólo usaría, realmente, tres. Bombay, por lo que recuerdo, creo que no tiene más de seis mundos, aunque vivan allí quince millones de personas. Lo mismo le pasa a Hong Kong. Barcelona tendría unos ocho o nueve mundos, con la suerte de que todos ellos son utilizables. En París el número se dispara (¿cuántos, veinte, treinta?), si uno da el estatus a los barrios chino, indio, africano, el banlieu rico, el banlieu pobre, etc.; todos estos mundos están a la mano, abiertos, listos para inyectar sobre ti el veneno de la riqueza de experiencias que significa ser un pequeño fragmento de París.

artículo para contrapunto.com (30 07 2015)


ESTO ES SKA

Para complementar el artículo anterior voy a describir mi versión la trayectoria “natural” de un ciudadano francés en el mercado laboral actual, su vida como trabajador. Antes propuse tres categorías de productos: dirigentes, trabajadores cualificados, y trabajadores de cualificación media o baja. Voy a mantener estas tres categorías para hablar del mundo laboral.
Sobre los dirigentes: las clases altas francesas son discretas, podría decirse invisibles. Endogámicas, cerradas, la palabra que mejor las define es “ajenas”. Sabemos que los aristócratas existen pero, ¿dónde? En la prensa vemos algunos; en las revistas del corazón, pocos. Pero en la vida normal las grandes fortunas francesas no aparecen. Se sabe de ellos por terceros y, directamente, rara vez (cuando estuve trabajando en una embajada tuve contacto personal con algunos; luego, jamás). Me he cruzado con sus viviendas en mis paseos en bicicleta; con sus embarcaciones deportivas en algún viaje al sur de Francia. Por referencias uno dibuja lo que supone es la línea de sus vidas: estudian en colegios privados, los que son realmente caros; bilingües, o trilingües, desde la niñez; la carrera se hace normalmente en las Grandes Escuelas o en universidades prestigiosas del extranjero; los posgrados, sí, obligatoriamente en Inglaterra o los Estados Unidos; comienzan a trabajar después de escoger la mejor entre varias opciones, o pasan a formar parte de los negocios de la familia. No saben lo que es el paro, su libreta de contactos vale lo suficiente como para que les llegue automáticamente cualquier buen trabajo. Se relacionan con los demás aristócratas en fiestas privadas, en lugares exclusivos, en clubs deportivos (ecuestres para las chicas, náuticos o aeronáuticos para los chicos). Los matrimonios ayudan a consolidar la situación financiera: sus novias son modelos, sus esposas no.  Decir más ya sería entrar al mundo de la ficción, del que siempre he preferido mantenerme alejado. Contra lo que podría pensarse sus vidas no son tan fáciles: se mantienen bajo fuerte presión en el periodo de formación (los lugares donde se espera que estudien son muy exigentes) y en el trabajo (reproducir el dinero no es sencillo, y menos en un mundo que constantemente cambia y donde la competencia, ahora, es global), pero a cambio disfrutan de un nivel de vida y de gastos que para uno suena a fantasía.
Sobre los trabajadores cualificados: egresan normalmente hacia los 25 años de las universidades públicas y, según el área, deben decidir si continuar formándose o comenzar el periodo de prácticas; en Francia este sistema está regulado para evitar abusos, en España no, y era habitual encontrar practicantes eternos en las firmas prestigiosas de los trabajos llamativos. En Europa, en general, el futuro laboral de un profesional lo decide el crecimiento del sector económico donde trabaja. Algunas áreas, como las humanidades, son garantía de problemas serios: trabajos esporádicos o mal pagados, inestables, o en pueblos alejados de las grandes ciudades, y esta situación puede durar toda la vida. Hay profesiones que ofrecen salarios atractivos pero una cotidianidad estresante, agotadora, o rutinaria. La fórmula con los trabajos tiende a ser ésta: mientras más interesante es la actividad, menores son la estabilidad y los beneficios; de allí que profesiones “vistosas”, como la publicidad, la gerencia cultural, o los audiovisuales, tiendan a ser sinónimo de precariedad laboral; hay tanta gente detrás de los puestos que los empleadores hacen como dice la canción: “esto es ska, si no te gusta te vas”. Además de la excesiva oferta de mano de obra hay otros factores que afectan las probabilidades de encontrar un empleo, por ejemplo, la reducción progresiva del financiamiento público para las actividades culturales o la educación. En los sectores “normales”, esos que generan dinero rápido (telecomunicaciones, finanzas, comercio, etc.), el periodo de prácticas y los primeros trabajos exploratorios ocupan entre uno y tres años; así que, generalmente, poco antes de la treintena ya se tiene un empleo relativamente estable y bien pagado (alrededor de dos mil euros). Francia mantiene un nivel intermedio de rotación laboral, ni existe la fidelidad del Japón, Holanda, o los países escandinavos, ni la incertidumbre generalizada de los Estados Unidos o la España post-crisis. Sobre el papel la idea es permanecer en los puestos de trabajo; en la práctica, cada vez se respeta menos la idea. Y esto lleva a una característica dolorosa del mercado de trabajo francés: la trayectoria laboral debe ser como una línea recta; para encontrar un trabajo es necesario tener estudios y experiencia demostrable en ese mismo trabajo. ¿Y cómo lo consigues si todos los empleadores piensan igual? ¿Dónde comienzas, quién es el primero? La respuesta: para eso está el periodo de prácticas, reguladas por la ley y vinculadas al final de los estudios universitarios hechos en Francia. Para los extranjeros, por supuesto, esto supone una barrera importante, primero, porque si no hay convención universitaria no te pueden emplear en prácticas, y segundo, porque los salarios de los practicantes no alcanzan para vivir, se necesita la ayuda familiar hasta que te estableces. Otra particularidad de Francia que al principio me hizo gracia: el “profesionalismo” se lo toman en serio; hay que implicarse con el trabajo; decirte que no eres “profesional”, que no eres “serio”, es insultante (en España, como en América Latina pasa al revés, ¿será que esto tiene algo que ver con la crisis?).
Y para terminar, los trabajadores de cualificación media o baja: al salir del liceo hay una buena variedad de formaciones, la mayoría financiadas por el Estado; tienen, como idea centrar, ayudar a la incorporación rápida en el mercado laboral. Son estudios con un nivel de abstracción o de creatividad bajo, en la mayoría de los casos. De nuevo, las posibilidades de conexión al empleo dependen del sector: alguien que ha seguido una formación para trabajar en mantenimiento, logística, o cuidando de ancianos, tendrá menos problemas que quien siguió una formación de restauración de muebles antiguos, agricultura biológica o diseño de páginas web. El nivel de ingresos, también, depende de la actividad. Curiosamente, y esto creo que es una constante en toda Europa, los oficios no son peor pagados que las profesiones, sobre todo en las primeras etapas; e incluso, dependiendo del área, si un trabajador de cualificación media (por decir algo, un cerrajero) consigue independizarse, puede ganar más que un profesional (por ejemplo, un profesor de la educación media). También hay momentos de gloria en la historia de los oficios: antes de la crisis en España, con el boom inmobiliario, un “simple” vendedor, sin estudios pero con habilidad, tenía posibilidades reales de ganar buen dinero. O está también el caso clásico de quien deja la cocina para abrir su propio restaurante y, con un poco de suerte y mucho esfuerzo, hace dinero. La idea de que vale más ser un vendedor audaz que estudiar durante años para terminar en el paro o ganando una miseria se ha popularizado. El péndulo, en estos tiempos, se mueve a favor de los oficios y en contra de las profesiones. ¿Habrá que esperar treinta años para que, como en la época de nuestros padres, el mercado de trabajo recompense los estudios universitarios? No lo sé, y con los cambios constantes que llegan de la globalización y las nuevas tecnologías no creo que haya nadie capaz de saberlo.

artículo para contrapunto.com (23 07 2015)



LE MUR (THE WALL)

Hasta ahora he hablado en estos artículos con la voz de una pieza suelta buscando incorporarse a un engranaje que funciona perfectamente sin ella; este artículo presenta mi versión de cómo funciona esa maquinaria en lo que tiene que ver con la educación; el próximo artículo tratará del mercado de trabajo. Me concentraré en Francia, el caso que mejor conozco.
Se podría decir que la máquina (el sistema) produce básicamente tres categorías de objetos: trabajadores de cualificación media o baja, trabajadores cualificados, y dirigentes. Francia mantiene una estructura piramidal  con poco movimiento entre las categorías sociales (lo de la égalité es un chiste, como pasa con la liberty en EEUU); es decir, la gran mayoría de las personas mantiene el estatus social que heredaron de sus padres. La globalización, los negocios estilo Vanilla Company (artículo anterior), Sarkozy & Cia. dan a entender que están soplando vientos en otras direcciones, pero por ahora hablaré del sistema clásico.
El modelo de educación francés se basa en los exámenes oficiales: al salir del liceo y para entrar a la educación superior, más los necesarios para sacarse los diplomas. 
Hasta los 15 años todos los chavales reciben aproximadamente la misma educación; digo aproximadamente porque la ley establece que los colegios públicos deben acoger a los estudiantes de los alrededores y esto significa que en las zonas marginales de las afueras de las grandes ciudades (sobre todo de París y Marsella) los hijos de familias pobres van a colegios donde hay, básicamente, hijos de familias pobres. El nivel de educación en este tipo de establecimientos, por distintas razones (los detalles merecen un artículo completo), es bajo, así que desde la educación básica ya aparecen diferencias importantes. Mi primer año como profesor fue en un colegio de este tipo. Un dato: menos de la mitad de los apellidos de los alumnos eran franceses.
A los 15 años, y dependiendo del criterio de los profesores y del director del colegio, los chavales pasan a las ramas de la educación diversificada. Aquí la máquina aplica el primer filtro oficial: los estudiantes con malos resultados o problemas de conducta son dirigidos hacia los liceos profesionales (dos años), los que tienen resultados decentes pueden ir a otras ramas (tres años), y los que tienen mejores resultados al liceo general, con una carga fuerte de materias científicas (tres años). Al finalizar el liceo se realizan las pruebas del Bac que sirven para decidir quién puede estudiar dónde.
Hacia los 19 años comienza la educación superior (o posBac) y se muestra por primera vez, de manera clara, el truco de la maquinaria: Grandes Escuelas, universidades públicas, centros de formación profesional.
Las Grandes Escuelas reciben a la élite de los estudiantes y fabrican a una buena parte de los nombres “importantes” de la economía, la política, la cultura, y la sociedad francesa (es decir, a los dirigentes). Para entrar en ellas se necesita aprobar unos exámenes de admisión con características muy particulares. Existen liceos privados, unos pocos, que se dedican a preparar a los estudiantes específicamente para estas pruebas; son liceos costosos y cerrados. Los mejores estudiantes de los liceos privados tienen alguna oportunidad de pasar los exámenes si se preparan bien por su propia cuenta; pero los estudiantes que vienen de la educación pública, si no han tenido la suerte de haber caído en un instituto destacado, tienen pocas oportunidades para entrar en una Gran Escuela. El precio de estas Escuelas no es alto pero todas ellas se encuentran en París, y vivir en París sí, es muy costoso; eso deja fuera de juego a una buena parte de los estudiantes de pocos recursos que no habitan en la capital.
Las universidades públicas reciben al grueso de los estudiantes que tienen un nivel correcto y sus criterios de admisión son más o menos exigentes dependiendo de la carrera y del número de bachilleres que pretendan las plazas. Ellas fabrican a los empleados cualificados. A diferencia del modelo anglosajón (donde lo complicado es entrar, pero una vez dentro ya difícilmente sales) el modelo francés permite entrar de manera relativamente fácil pero selecciona y desecha durante la carrera (esto, económicamente hablando, es un desperdicio de recursos). La licencia se obtiene normalmente en tres años (hacia los 22) y entonces se abren dos años de maestrías (profesionales o de investigación, según las expectativas de cada quien). El precio de las universidades públicas es de risa (menos de 500 euros al año) y están repartidas por todo el territorio. El prestigio o la calidad de la enseñanza varía poco de una universidad a otra: tener un título de La Sorbona, por ejemplo, sólo representa algo fuera de Francia. El gran problema de las universidades públicas es que no garantiza la incorporación al mercado de trabajo, pero esto queda para el próximo artículo.
Finalmente, los institutos de formación profesional se encargan de entregar, después de unos estudios de duración variable según el caso, los certificados que permiten ejercer como proletario (en Francia sin un papelito oficial no puedes hacer prácticamente nada). Bombero, ayudante de enfermera, operador en una cadena de montaje de una fábrica, vigilante, electricista o panadero, el Estado francés te da posibilidad de formarte y evolucionar con opciones que se adaptan a la trayectoria laboral, por lo menos en el papel. La idea es tener una oferta de mano de obra de cualificación media o baja con un nivel de formación alto, una paradoja que ayuda a dar un alto valor agregado a los productos Made in France y que permite la supervivencia del sistema todo, porque sin este plus de calidad la economía francesa se vendría abajo.
La máquina, globalmente, apunta hacia la estabilidad y hacia la perpetuación del modelo social. Para el ciudadano de clase media que aspira ver a sus hijos graduándose en la universidad la máquina funciona, pero para los sectores menos favorecidos el sistema sólo abre la posibilidad de ganarse el derecho a tener pequeños empleos cada vez más precarios. El peso del Estado como proveedor de educación es fundamental y eso tiene un coste importante para el sector privado; el “acuerdo” entre el Estado y los grandes capitales se mantiene básicamente porque los niveles de productividad y de competitividad franceses son decentes, aunque constantemente son cuestionados por economistas y empresarios. Una parte de la clase alta mantiene la presión para desmontar la maquinaria educativa actual y en esa dirección se movió el gobierno de Sarkozy, pero con los socialistas el desmantelamiento se encuentra temporalmente suspendido. De todas formas, la tendencia, a la larga, parece ir hacia la americanización del modelo, o sea, que cada quien se las arregle como mejor pueda.

artículo para contrapunto.com (16 07 2015)



VANILLA COMPANY

Siguiendo con la idea de las novatadas de un latinoamericano en Europa y el tema del trabajo de los dos últimos artículos, esta entrega la voy a usar para dar un ejemplo del tipo de historias en las que uno cae cuando comienza a buscar empleo.
“Trabaja desde casa vía Internet. Diseña tu propio horario. Telf…” Decía el minianuncio (en aquella época puesto en el periódico, ahora estaría en Internet). El lugar de la cita era un hotel modernista del centro de Barcelona donde también estaba esperando una diseñadora de unos cuarenta y algo. Hablábamos sobre una exposición de Magritte cuando el tipo que puso el minianuncio apareció. Menos de treinta años y un ordenador portátil que abrió, supongo que para impresionarnos. Nos preguntó sin interés qué hacíamos e inmediatamente quiso saber si nos gustaría ganar mucho dinero sin trabajar. Nos miramos las caras y repitió la pregunta. La diseñadora se rio y el tipo le preguntó de qué se reía, si es que no creía que se podía ganar mucho dinero sin trabajar y comprar cosas sin pagarlas. Le dijo que no y el tipo, haciéndose el ofendido, cerró su ordenador y comenzó a guardar sus cosas, antes de decir que con “esa actitud” él no podía hacer nada. La diseñadora le dijo que si lo pintaba así por supuesto que no se lo creía; él repitió lo de la actitud y ella le pidió que se explicara. Yo miraba la escena mudo, pensando que quizá podría sacar material de escritura. La situación se puso tensa. El tipo aceptó hablar siempre que cambiáramos nuestra actitud. Y entonces comenzó un monólogo sobre el éxito del buscador Yahoo, inventado por unos chavales de menos de treinta años que ahora eran multimillonarios; y el triunfo de la librería Amazon, una idea original de unos informáticos que ahora eran multimillonarios; y el programa para chatear ICQ, también multimillonario, y así, hasta que la diseñadora dijo que creía que esto no le interesaba. El tipo le dijo que se fuera y le aconsejó cambiar de actitud en las entrevistas de trabajo porque así no iba a conseguir nunca nada, iba a fracasar siempre. La mujer arrugó los labios para no soltar su respuesta. 
Entonces el tipo se pudo dedicar a mí, exclusivamente. Vanilla Company ha desarrollado un excelente sistema de ventas piramidales que te permite obtener, comprándole al tipo, el derecho de venderle a A y B, para que cuando A y B le vendan a C, D, E, F y G, obtengas una comisión, hasta la cuarta generación, imagínate, saca cuentas. Que hasta el año pasado, con este excelente sistema, Vanilla Company se dedicaba al negocio de las moneditas de oro que nunca enviaba porque, para qué, mejor, por tu seguridad, te hacía llegar un papel diciéndote cuántas moneditas de oro habías comprado y estaban en tu poder, y así podías dormir tranquilo, sin miedo a que te robaran, porque no se puede confiar en nadie en este mundo, ni siquiera en Correos. Resulta que, a pesar del impresionante éxito de las moneditas de oro y de que ahora todos eran multimillonarios, Vanilla Company había decidido diversificarse y usar su excelente sistema de ventas piramidales para aplicarlo a los más variados sectores, específicamente, alimentación, salud, vestido, tecnologías y no me acuerdo. Le pregunté cuáles eran los productos, concretamente, y me mostró el catálogo: alarmas para bicicletas (ramo: seguridad); espaguetis como los que venden en los supermercados pero en envases de vidrio (ramo: degustación);  trineos plásticos para nieve – en Barcelona, con el clima Mediterráneo, un producto más bien exótico (ramo: deporte); micrófonos para saber cuándo el bebé está llorando en la habitación de al lado (ramo: hogar); un aparatito que conecta internet en la televisión (ramo: nuevas tecnologías)
—Sin necesidad de ordenador, ¿no te parece bueno, éste?
Buenísimo, indudablemente, una maravilla. Una maravilla, sobre todo, que el tipo pudiera vivir de lo que estaba haciendo. ¿Cuántos ingenuos pescaría cada semana para poder justificar el que se dedicara a esto? ¿O tenía un trabajo con salario fijo y esto lo hacía en sus ratos libres, por diversión, avaricia y deporte? ¿O es que realmente el tipo creía en “su producto” y pensaba que algún día iba a hacerse con él multimillonario? ¿Cómo es que no andaba por allí vendiendo resorts, algo con lo que sí, unos cuántos se habían hecho millonarios? ¿O era yo, más bien, el que tenía problemas de ceguera y no me daba cuenta del potencial financiero de la venta agresiva? Sí, puede que el asunto estuviera aquí, que la equivocación fuera mía, que no estuviera preparado para entender los modelos de éxito de los tiempos de la globalización y no fuera capaz de adaptarme a ellos, pero bueno, no era el único, y la verdad es que plantearme, para instalarme en Europa, la necesidad de convertirme en lo que nunca quise ser en Venezuela (alguien dispuesto a llevarse a quien sea por delante), no parecía la opción más interesante para trabajar.
En esa época, además, por suerte, tenía a Fundayacucho atrás, aunque jamás imaginé los malabarismos que haría cuando se me terminara el crédito de estudios: vendedor de libros jurídicos (5 días); vendedor de telefonía privada (2 meses); asesor externo para una ONG (4 meses); vigilante de museo (3 días); traductor freelance (1 año); propietario de un pequeño bar con música en vivo (3 años); asesor de música para funerales (1 año); redactor publicitario freelance (3 años); responsable de una oficina de atención al público (6 meses); recepcionista de hotel (1 año).
Y en París: recepcionista de hotel (2 años); escritor comercial (una vez); asistente administrativo en una embajada (2 años); profesor de español en un liceo privado y fotógrafo freelance (desde hace 3 años y en eso estoy).

lunes, 6 de julio de 2015

artículo para contrapunto.com (09 07 2015)



EL MISTERIOSO JUEGO DE LA OCA

Segunda parte del torneo que se celebra en el mercado laboral contra la vieja Europa. El artículo anterior trató de los inmigrantes sin formación universitaria; éste lo dedicaré a quienes llegan al Viejo Mundo con un título del Nuevo.
“Borrón y cuenta nueva”, sería la frase. Excepto para algunas contadas profesiones, los títulos universitarios del Sur, en el Norte, no valen casi nada, aunque te pusieras el birretito y te sacaras fotos con la abuela y la familia que vino del interior, nada, cero, te las puedes llevar, las fotos, a las entrevistas de trabajo, y mostrárselas a los potenciales empleadores, les da completamente igual.
La primera pregunta, y aquí volvemos con las clasificaciones, es, ¿estás legal? Comienza el juego:
Casilla 1. Si la respuesta es “no”, entonces  has llegado al peor escenario posible. Los trabajos a los que puedes acceder son casualmente los que jamás pensaste que harías y, además, no tienes protección jurídica ni acceso a la seguridad social. El golpe es fuerte y la solución complicada. Estás en un escenario hecho para darse contra la pared. Por un lado, la lucha contra el mundo exterior (ilegal, haciendo trabajos cutres, con pocas opciones para salir de ellos), y por el otro lado, la lucha contra uno mismo (la tendencia a creer que se es lo que se hace, la carga de prejuicios de clase de la cultura latinoamericana, donde los trabajos proletarios son vistos como degradantes, donde hay tantas cosas que son consideradas como una humillación). No es fácil luchar en dos frentes durante mucho tiempo, la mayoría de las personas que he visto en esta casilla abandona el juego. La solución generalmente pasa por juntarse con un o una aborigen (alguien del país), lo que permite saltar a la Casilla 4 para enfrentarse a otro tipo de problemas.
Casilla 2. Si la respuesta a la pregunta sobre el estatus legal es “más o menos”, es decir, sacaste, justamente, una visa para hacer estudios de posgrado (una visa que no permite trabajar más de 18 horas a la semana), pasamos a otra pregunta clave: ¿tienes dinero para aguantar entre uno y dos años? (alrededor de 25 mil euros, si estás solo, o 40 mil, si vienes con familia)?, ¿o ingresos para ir sobreviviendo? (mil euros mínimo en el primer caso, mil quinientos en el segundo). Si la respuesta es “no”, salta a la casilla anterior. Si la respuesta es “sí”, pasa a la
Casilla 3. Mira el reloj, no pierdas el tiempo, abre los ojos, trata de entender cómo funcionan las cosas de este lado del mundo; abre también los oídos, escucha las experiencias de otros; abre, sobre todo la boca, relaciónate, conéctate, trata de integrarte, haz amigos. Y mantén abierta la nariz, tienes que desarrollar el olfato para distinguir cuáles son los caminos que van hacia adelante y cuáles avanzan en círculo, haciéndote regresar al punto de partida sin nada entre las manos. Pero, sobre todo, mantente en movimiento, porque cada día que pasa sin salir de esta casilla te acerca al final del juego (donde se te acaba el dinero y tienes que regresar al caos, a la delincuencia, a la hiperinflación y a la devaluación, a la falta de futuro, a los cortes de electricidad y a la escasez, en resumen, al desastre venezolano, que se hace más desastre cuando te has acostumbrado a vivir en un lugar normal).
Casilla 4. Reservada para los que tienen un estatus legal (pasaporte europeo o permiso de residencia). El nombre de esta casilla es La Identidad. Como en un film de aventuras vas a luchar contra tu reflejo, contra la persona que crees ser, contra la imagen de ti que has traído del otro lado del océano. Recuerda, estás en una situación de “borrón y cuenta nueva”, tus estudios no son considerados, prácticamente no tienes relaciones y, lo más complejo, el mercado laboral es un ser que carece de sentimientos, los empleadores están buscando resolver sus problemas, no ayudarte con el tuyo. De entrada, desconfían de alguien que no tiene experiencia en el país; luego, por sentimiento de seguridad y por cultura, van a preferir emplear a un aborigen. Para decirlo rápido: los puestos de trabajo disponibles son los que los aborígenes no quieren, o esos donde la demanda de mano de obra es mayor que la oferta (porque ha habido un boom en el sector y las señales no habían llegado a quienes comenzaban a hacer estudios universitarios, pero esto es excepcional). Para decirlo breve: los primeros trabajos a los que se puede acceder son malos. Y aquí viene otra pregunta clave: ¿yo, que soy noséquiénhijodegraduadoen tengo que estar haciendo esto? Si la respuesta es negativa, pasa a la Casilla 3 y trata de ver si encuentras algo que te guste antes de que se te acabe el dinero; si la respuesta es positiva, avanza a la
Casilla 5. Estás dentro del mercado laboral haciendo quién sabe y has logrado dominar los problemas existenciales (lo que no quiere decir que no rebroten cada tanto, pero ésta es la gran ventaja de ser venezolano, la idea de volver es tan chunga que no hay espacio para ponerse filosófico); ésta es la casilla del Proyecto de Vida. Hay que decidir qué hacer con los días en el nuevo espacio, teniendo en cuenta los recursos disponibles y el contexto particular. Considerar si vale la pena hacer estudios locales para intentar avanzar en el mercado de trabajo (Casilla 6). Distinguir entre expectativas e ilusiones, entre posibilidades y fantasías, entre beneficio inmediato, mediato, y coste de oportunidad. En resumen, toca trazarse un camino y seguir avanzando en el juego hasta la casilla final, esa donde aparece una vieja oca, sonriente y amable, contenta de sí misma, satisfecha de haber vivido el juego que le tocó vivir.