lunes, 6 de julio de 2015

artículo para contrapunto.com (02 07 2015)



LOS ÚLTIMOS SERÁN LOS PRIMEROS

Sigo con las necesidades de seguridad de la pirámide de Maslow; este artículo lo voy a dedicar al tema del trabajo, uno de los más complicados cuando se migra a los países más adelantados. Comienzo con lo que parece ser una constante: a menor nivel de educación (excluyendo el extremo) mayor oportunidad para encontrar empleo. Una paradoja que voy a tratar de explicar en este artículo y en el próximo.
Pienso que, cuando se migra, el enemigo (el único, verdadero enemigo, de la migración, es encontrar trabajo, generar dinero)  tiene dos caras, la evidente (el mercado laboral) y la oculta (la identidad). 
Sigo con la división binaria para separar a los inmigrantes en dos grupos: los que no tienen educación universitaria, y los que sí. Y a cada uno de estos dos grupos, subdividirlos en otros dos: los que no tienen papeles y los que están en situación legal.
Comienzo con los inmigrantes sin formación universitaria y sin papeles. Contra lo que podría pensarse no son ellos quienes peor lo pasan. En el mundo real (el de los objetos medianamente voluminosos que se mueven en la calle sobre dos pies y llevando dinero en los bolsillos) los ilegales tienen que cuidarse, sobre todo, de que no los pille la policía; es decir, deben evitar hacer estupideces, llamar la atención, buscar problemas, estar en los lugares donde hacen las redadas, o atravesar fronteras. En general, una vez el inmigrante ilegal consiguen un trabajo, si se porta correctamente no tiene por qué ser excretado del país. Mucha gente pasa toda la vida en esta situación y llega a tener cuenta bancaria, coche, vivienda propia, y hace venir a la familia de quién sabe dónde. El problema, y aquí es donde está el truco, es que los ilegales no tienen seguridad social ni protección jurídica, y esto los deja indefensos frente a las burradas que les quieran hacer sus empleadores, entre otras, pagar salarios por debajo de los mínimos o hacerles trabajar jornadas como en los tiempos de Dickens. Aunque suene raro este es el tipo de inmigrantes que más “conviene” a los países industrializados. Cuando estaba haciendo el doctorado en Barcelona leí, en algún lugar, que los sectores de la agricultura y la construcción eran rentables en España gracias a los trabajadores ilegales, que sin ellos, por lo menos el agro, se viene abajo. El Estado mantiene entonces el doble discurso de “luchar” contra la inmigración ilegal, mientras por detrás se hace la vista gorda con los trabajadores ilegales que se mueven en los sectores donde conviene que se muevan. Y como los ilegales no pueden votar, su voz política es bastante suave, casi silenciosa, no importa cuántos sean. Un punto a favor de Europa: la salud pública atiende a los ilegales y no los molesta; y los niños, aunque sean hijos de ilegales, tienen que ir a la escuela. 
Segundo grupo, los inmigrantes legales sin formación universitaria; estos son los privilegiados. En general llegan de las zonas urbanas populares de los países en desarrollo donde pasaban la vida recibiendo sueldos de miseria y haciendo trabajos espasmódicos. Cuando ven la posibilidad de ganar euros saltan felices, como es natural, a hacer lo que sea, como, cuando, donde y con quien sea. Ingresan más dinero del que nunca soñaron que podrían ganar “del otro lado”. En resumen, la vida es bella. En general, en Europa, se portan bien: trabajan duro, ahorran, envían dinero a la familia, sueñan con regresar algún día a sus países con un buen capital para montar un negocio propio, se echan los tragos el sábado (los hombres), se encuentran en las plazas o en los parques los domingos (las mujeres). En muchas cosas repiten lo que hicieron los inmigrantes del sur de Europa y del Mediterráneo oriental que llegaron a Venezuela entre los años cincuenta y setenta, con la diferencia de que difícilmente esta nueva ola de inmigrantes alcanzará a fundar grandes negocios, propios, en suelo europeo: las reglas son complicadas, los impuestos altos, las leyes estrictas, la comprensión del mercado difícil y la competencia fuerte. Algunos pueden llegar a ser pequeños empresarios exitosos, abrir restaurantes o tiendas, llevar adelante pequeñas empresas relacionadas con la construcción, el mantenimiento, o servicios básicos, pero saltar a manejar un negocio con más de veinte empleados es difícil, algo que sí hicieron, en su momento, quienes migraron de Europa a Latinoamérica hace medio siglo.
Pero aunque trabajen duro y se porten bien, este grupo de inmigrantes no es bien visto por los Estados europeos (por eso es tan difícil que obtengan un visado de trabajo pacíficamente), se tiene la idea (y algunas estadísticas apoyan) de que el inmigrante legal sin formación universitaria es un riesgo: muchas veces, cuando descubren cómo aprovechar las ventajas de la seguridad social (ayudas a familias numerosas, al desempleo, etc.) los inmigrantes se meten, en cuerpo y alma, a sacar todo lo que puedan de los fondos públicos. 
En Francia he visto además otro problema: la población que ha migrado de África (subsahariana o del Magreb) difícilmente se integra a las costumbres locales, la barrera cultural es fuerte, el sistema los empuja a formar guetos y la segunda generación, los hijos de quienes migraron, entra fácilmente en dinámicas antisociales por la misma sensación de exclusión. El sistema educativo, además, favorece la formación de castas según el lugar de residencia.
En España me parece que funciona de otra manera, por lo menos antes de la crisis. Como el nivel de educación de la media de los españoles es más bien bajo, el contraste con los inmigrantes sin formación universitaria es relativamente pequeño. Además, lo “latino” es sinónimo de fiesta, diversión, sexo fácil, buen rollo. Y por su parte, también, creo que los “latinos” han sabido, y han querido, adaptarse a España. Ayuda el idioma y ayuda, también, que la cultura, la forma de ver y hacer las cosas, es relativamente cercana. 
Una anécdota para ilustrar: yo iba caminando por una calle de Barcelona en un barrio de clase media (jubilados y empleados con salario mínimo, o casi) y en la acera tres chavales de unos diez años estaban jugando con un balón de fútbol. Chaval 1 pasa (o intenta pasar) el balón al chaval 2, el balón sale desviado, el chaval 2 dice, agresivo, “marico, ¿tú no sabes chutar?”, inmediatamente el chaval 3 interviene, “oye, ¿tú por qué le dices marico?, estamos jugando, tú no tienes por qué decirle marico”. Y a mí me vino la revelación: la misma escena en Latinoamérica hubiera pasado por un chaval 3 diciéndole al chaval 1 “¡mira mira te dijo marico!, ¿te vas a dejar decir marico? Etc.” Por el acento, los tres eran hijos de caribeños (dominicanos, creo); por la cultura, ya comenzaban a ser de este lado, por lo menos dos de ellos.

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