PROBLEMA 2 (DEL PROBLEMA 2): VACIAR EL BAÑO
Como decía en el artículo de hace dos semanas, entre las necesidades fisiológicas de Maslow no aparece el baño; la excreción sí, pero no el baño, es decir, la ducha, bañera, tina, palangana, tobo, río, charquito o lo que se use para sacarse la mugre y el mal olor del sudor.
En Europa el tema del baño es uno de los que más “shock cultural” genera, y se agrava si uno vive en lo que fuera un país de colaboracionistas: la historia castiga a quienes ayudaron a los nazis a gasear judíos, gitanos, homosexuales y enanos. Los países que se defendieron (o sea, sólo Inglaterra y Rusia) vieron cómo muchas de sus ciudades fueron arrasadas por los bombardeos y ahora, como premio, tienen edificios hechos después de 1950 con unas comodidades mínimas, por lo menos en el baño.
Pero en Francia y España, categoría cutre, los baños pueden estar afuera del apartamento y ser comunes para todo el piso. En categoría un poco menos cutre cada apartamento tiene su baño, pero generalmente la poceta (el wáter) anda por un lado, y el lavamanos y la ducha por otro, lo que crea unas complicaciones que por respeto a la moral y a las buenas costumbres mejor no detallo. También hay edificios viejos con baños hechos “a medida”; lo que significa que cortaron la cocina y empujaron unas tuberías para inventarse un baño donde no había. Ese baño adaptado funciona perfectamente, sólo hace falta ser enano o gitano.
En el edificio donde viví en Montparnasse, por ejemplo, había junto a la escalera, en cada piso, un pequeño cobertizo con una llave de agua. El edificio debía de ser de principios del siglo XX. La gente llenaría sus cacerolas en la llave y con eso se cocinaba, se bebía, y se limpiaba. Bañarse sería una excentricidad del verano. Hacia los años sesenta o setenta “modernizarían” los apartamentos llevando agua corriente a cada uno, tuberías por fuera y cañerías por donde entraran. Y justamente, del asunto de las cañerías, nace mi historia tórrida.
Creo que por celos un día la poceta dejó de funcionar. Pocas noches antes le había lanzado un preservativo y ella lo usó para que se enredara en la hélice que se encargaba de lo que bajaba cuando uno le daba al botón (la hélice lo trituraba y lo empujaba fuera del depósito por una tubería de diámetro estrecho). Hasta el día en que se trancó no me fijé que debajo de la tapa, justo detrás de la espalda cuando uno se sienta, había unas figuritas que prohibían tirar cosas y, explícitamente, preservativos. Llamé a un plomero (fontanero) para que me hiciera un presupuesto: entre mano de obra y repuestos, dos tercios de mi salario mensual. Ni de chiste, no iba a dejar de viajar a Cracovia por culpa de un wáter. Muy bien muchas gracias no hay problema yo lo llamo si acaso, tome sus treinta euros por hacerme el presupuesto y desplazarse gracias otra vez. Cuando cerró la puerta me puse manos a la obra; entonces descubrí lo de la hélice y el preservativo y el valor que se necesita para ser plomero: varias veces estuve a punto de vomitar, y eso que estaba jugando con mis propios juguetes, los trozos de [auto-censura].
El hecho es que después de entender cómo funcionaba el mecanismo, abrir y cerrar un par de veces, y repetirlo todo en dos o tres sesiones, lo “arreglé”. Entonces me fui a dormir tan contento y feliz de haber nacido (después de darme el baño más meticuloso de toda mi vida).
Pero los finales felices no funcionan así. A las dos semanas la poceta tuvo el primer ataque de epilepsia. Cuando estaba sana, cada tanto, a la poceta le daba un sacudón que activaba la hélice y enviaba lo que había en el depósito a la tubería de aguas negras. Ahora, enferma, le venía el sacudón, pero la hélice no paraba, y el depósito comenzaba a soltar agua (guarra). La primera vez lo desconecté, aun sabiendo que mezclar agua y electricidad es de lo peor que se puede hacer. Volví a conectar, le hélice seguía sonando; sin saber qué hacer, cabreado, le di dos patadas al depósito a ver si se callaba, se calmó la hélice. Y fue en ese preciso momento cuando comenzó nuestra relación tóxica.
Cada tanto la poceta entraba en crisis, yo le daba un par de patadas y ella se calmaba. Una vez volví tarde en la noche y el piso estaba inundado; goteras en el apartamento de abajo, por las que me hicieron firmar una declaración convertida luego en una reclamación por daños (más de dos mil euros) que, por suerte, pagó un seguro de responsabilidad civil que yo había contratado sólo porque era obligatorio.
A partir de ese momento la aislé, le cortaba la electricidad y el agua al salir durante el día, pero no podía hacerlo durante muchas horas porque entonces el calentador amenazaba con fundirse, y si lo desconectaba a él también, entonces no iba a tener agua caliente para bañarme. Luego, como es natural, los ataques comenzaron a ser más frecuentes, sobre todo en la noche. Me acostumbré a dormir atento al ruido y a saltar y correr hasta el baño para el tema de las patadas.
Hubo periodos más tranquilos y temporadas turbulentas, pero la violencia doméstica se fue haciendo habitual y la poceta comenzó a no funcionar hasta que le daba patadas, o a no parar de funcionar aunque se las diera. Y entonces decidí casarme, no con la poceta, que la ley no lo permite, sino con quien fuera mi amor platónico de la adolescencia, aunque creo que es mejor no mezclar una historia con la otra, que no se parecen ni se escriben igual. Seguiré subiendo la pirámide de Maslow, pero aquí ya no hay espacio, lo haré en la próxima entrega.
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