sábado, 27 de noviembre de 2010

eurodisney










fake

Proponía una comparación entre las herramientas visuales utilizadas por Vasari para narrar el Juicio Final en la catedral de Florencia y las que empleó Rivera para contar la historia de México en el Palacio Nacional, destacando los aspectos propagandísticos y didácticos de ambos trabajos. Intenté presentar la idea de forma clara, nombré a un par de teóricos, pero estaba consciente de que mi agujero principal era metodológico porque nunca antes había estudiado historia del arte; lo que sabía del tema me venía de lecturas azarosas hechas durante mis paseos autodidactas; además, siendo sincero, me dio pereza meterme en bibliotecas para preparar el proyecto. Lo traduje al francés como mejor pude, que fue usando un traductor de internet y luego corrigiendo según mi sano, aunque débil, juicio; fotocopié títulos, papeles y constancias para la directora de la maestría y lo metí todo en una carpeta.
L’Ecole de hautes études en sciences sociales está en el boulevard Raspail, cerca de donde toca con Montparnasse, en un edificio nuevo (criterio París, de hace treinta años), vecino de la sede principal de la Alianza Francesa. A la derecha quedan los restos del complejo original, un centro de investigación de la evolución animal o algo parecido, si uno le cree al pequeño mural rectangular que está al lado de la reja de entrada; este edificio debió ser construido poco después de que Rivera dejara París, hacia los años veinte. Allí encontré la oficina de la directora de la maestría, que debía tener, la directora, treinta años menos que el edificio. Nerviosa, muy delgada, arrugada, fríamente cortés, absolutamente francesa, la directora tenía todo el aspecto de haber lanzado más de un adoquín durante el mayo del 68. Cuando le dejé mi juego de copias le dio un vistazo rápido y me pidió que le mandara un mail para ver quién iba a ser el tutor de mi proyecto. El asunto de la inscripción como que era mucho más fácil de lo que esperaba. Le escribí unos días más tarde a la directora y me dio el nombre y la dirección electrónica de un investigador de un centro especializado en artes plásticas, independiente de la Escuela, pero relacionado con ella. Le escribí al posible tutor y quedamos para encontrarnos un día en su despacho.

La oficina del tutor estaba en un primer piso de una galería comercial de finales del XIX, reformada para funcionar como restaurante, sala de conferencias y centro de investigaciones de ciencias sociales. Para llegar a la galería caminando desde mi estudio enano atravesaba Raspail, Saint Germain, el Sena, y el Palais Royal, con sus jardines geométricos, fuentes, bancos, palomas y, lo mejor, los pasillos abiertos, paralelos al jardín, hechos de columnas y pisos con baldosas blancas y negras que se pierden hacia adelante, creando un efecto de irrealidad sacado de una pintura renacentista, sobre todo en invierno, cuando la luz entra de lado. No me hubiera sorprendido cruzarme con un ángel distraído, pasándose el rato inseminando a una virgen, como en Fra Angélico.
El centro de investigaciones mantenía el aire elegante, decadente, y un poco ridículo de las cosas que vienen de la segunda mitad del siglo XIX francés,  con una estatua en el centro de una plazoleta interna y una especie de cúpula de metal y vidrio. Para hacer tiempo, porque estaba llegando veinte minutos antes de la hora, entré a una sala que abría su puerta a la galería. Había una exposición sobre un tipo que estudiaba la representación del poder en la época del Louis XIV, y en la segunda parte se dedicaba a desmantelar conceptualmente a Disneyland:

viernes, 19 de noviembre de 2010

vargas llosa


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En realidad, hablar de “un libro que ya tenía montado” es una exageración; se trataba, más bien, de la prolongación de la técnica que había usado en una novela escrita durante mi último año en Barcelona y mi primer año en París, una narración de fragmentos unidos por un hilo oculto, como un collar de cuentas, mitad autobiografía y mitad pedantería, un proyecto que sacó de varios agentes literarios la misma respuesta: “con la crisis económica las editoriales están buscando narradores, no escritores”; no me pregunten qué quiere decir porque todavía no sé qué significa. Así, la maestría me servía para superar el síndrome post parto de la novela experimental (esa especie de hueco en el cerebro que queda después de acabar un proyecto largo, que lo mantiene a uno con la sensación de “y ahora qué hago”) y darme un aire para inventar algo diferente. Pero los aires se fueron expandiendo hasta llenar un par de años, lo que les dio un tufo de crisis creativa, o como se llamen esos periodos largos donde uno no sabe por dónde continuar.

-- ¿Pero por qué, joven, y disculpe que nos metamos en esto, no estudia usted algo que le pueda servir para cambiar de empleo, que le ayude a progresar, a tener éxito… O es que piensa usted quedarse trabajando como recepcionista de hotel toda la vida?
-- No toda la vida, pero ahora estoy a gusto, gano suficiente para viajar y estoy haciendo más o menos lo que quiero; además, conseguí establecerme en París, que es lo más importante.
-- ¿Y cuanto tiempo cree usted que puede seguir así, joven, no se da cuenta de que ya casi cumple los cuarenta años?
-- Sí, pero…
-- Se lo decimos por su bien, los días pasan rápido y cuando menos lo espere verá que ya no puede echar atrás, no debería perder el tiempo, se lo decimos por experiencia, créanos usted.
-- Justamente, es lo que yo pienso, hay que tratar de ocuparse con las cosas que uno quiere hacer, que si uno...
-- Joven, eso que usted dice está muy bien cuando uno comienza a vivir, pero a esta edad, ¿no debería usted haberse ya estabilizado?
-- Por eso, lo de recepcionista de hotel es un trabajo que se consigue fácilmente, sin importar la edad.
-- ¿Y usted se siente a gusto?
-- Me sirve para vivir donde quiero y más o menos como quiero.
-- Pero díganos sinceramente, ¿usted está a gusto trabajando como recepcionista de hotel?
-- No.

Pues nada, estuve mirando por Internet cuál era la oferta de maestrías “útiles” de la Sorbona y encontré una llamada Lenguas hispánicas aplicadas al mundo empresarial; aparecía como un master profesional, es decir, enfocado a la inserción laboral o algo parecido. Perfecto. Al día siguiente fui a averiguar, tenía que moverme rápido con los papeles pero era posible.
Durante una semana estuve a punto de abandonar la idea de hacer la maestría de la Escuela; luego pensé que por ese precio podía intentar hacer ambas, la maestría práctica y la bonita, dándole prioridad a la práctica. No tendría un solo día libre en la semana, entre las dos maestrías y el trabajo (de hecho, la de la Sorbona era de lunes a sábado, y me dispuse a hacer malabarismos con las materias donde no podría asistir, pero al inscribirme preferí no abrir la boca ni comentar nada de mi horario de trabajo), aunque me puse como regla que si el asunto se volvía demasiado pesado, si me sobrepasaba, abandonaría la maestría de la Escuela. Entonces me senté a escribir el proyecto de investigación.

lunes, 8 de noviembre de 2010

fake

Salí sonriente del edificio y subí por el boulevard Raspail relacionando cosas sueltas, tratando de ver dónde quería asomarse un tema de investigación.
En esos días había estado conversando con un amigo sobre la situación en Venezuela bajo el gobierno de Hugo Chávez; él me explicaba la magnitud del caos mientras que, para mí, la cuestión más importante era saber cómo, con semejante desastre, los niveles de popularidad del presidente seguían siendo relativamente altos. En este caso (y seguramente en muchos otros), la popularidad no tiene nada que ver con el buen o el mal gobierno, es, en gran parte, el trabajo de “comunicación e imagen” del régimen; resumiendo, en Venezuela el chavismo parece haber sabido jugar con las frustraciones y los resentimientos de los sectores más pobres de la población para disponer de ellos si necesita emplear la violencia para mantenerse en el poder. Entre camiones cargados de alimentos, cheques, y discursos insultantes o burlones se reparte en Venezuela el pan y el circo.
La fabricación de la imagen del régimen. Arte politizado, divulgativo, didáctico, propagandístico… Pensé que podía ser la manera de encajarle a la maestría lo que había estudiado de relaciones internacionales, derecho, y ese tipo de negocios, y lo que aprendí trabajando en publicidad. Pero la muestra de arte más representativa del chavismo que tenía en la cabeza era un graffiti que vi frente al Ateneo de Caracas: “Acosta Carlés, erúctalos otra vez” (Acosta Carlés era un militar cercano a Chávez que allanó una embotelladora, entregó al “pueblo” lo que había en los depósitos, y abrió la ronda de preguntas para la televisión con un sonoro eructo). El tono chabacano que escogió la Revolución Bolivariana, en ese momento, me revolvía unas cuantas cosas, sobre todo las tripas; preferí no meterme con él, “por ahora”.
Del graffiti del eructo pasé, lógicamente, a la pintura mural, e inmediatamente pensé en la Capilla Sixtina; pero no, desechada, seguramente ya hay demasiada literatura sobre ella. Recordé entonces, en la catedral de Florencia, la cúpula con el fresco que siguiendo la tradición medieval representaba, de un lado, las bondades del cielo, y del otro, las maldades del infierno; es una pintura simpática, especialmente el infierno, con sus monstruos de mirada ingenua y sus torturados de expresión asustada, obra de Giorgio Vasari, el biógrafo de los artistas italianos del Renacimiento; la pasarela que rodeaba la cúpula sirvió durante media hora únicamente para sostenerme; tranquilo, en la soledad, me entretuve paseándome entre las figuras, como embrujado, hasta que me echaron porque llegó la hora de cerrar.
La pintura al fresco como soporte propagandístico, herramienta de adoctrinamiento, narración didáctica; perfecto, ya tenía algo. Una comparación, quizá, pero con qué. Pinturas murales adoctrinadoras no cristianas. Las cuevas que vi en Ajanta con las historias de los dioses de la India; quizá podía buscar coincidencias en la manera como los frescos enviaron sus mensajes en ambas religiones y a varios siglos de distancia, pintados por escuelas de pensamiento y de arte desconectadas; pero en realidad, ¿qué tenía que ver yo con todo eso?, ¿cuál era mi ventaja comparativa frente, no sé, a un investigador indio? Pensé saltar a las estelas antiguas apretadas de reyes y soldados asirios o persas, aprovechando todo lo que guarda el Louvre, pero no, sin haber estudiado arqueología o historia volvía a estar demasiado lejos. ¿Entonces por qué no trabajar sobre algo moderno, quizá la obra de algún latinoamericano? Y entonces apareció Rivera, claro, los recuerdos coloridos y sólidos de sus frescos.
En el 2005 pasé un par de semanas en México DF y el trabajo de Rivera en las escaleras del Palacio Nacional me marcó. Nunca me había hipnotizado así una pintura, todo el campo visual cubierto por las manchas de color, por las líneas; durante algunos minutos me sentí en el medio de la lucha entre los conquistadores españoles y los guerreros aztecas, bajo la mirada de los personajes que Rivera escogió para reconstruir la historia de México. La maestría de la Escuela me daba la posibilidad de poner esa obra bajo el microscopio, un ejercicio prometedor por varias razones: primero, la propia fuerza de la pintura; segundo, la admiración por el trabajo mural de Diego Rivera; y tercero, el atractivo de su biografía, que ocupaba la primera mitad del siglo XX e incluía al París de las vanguardias, un lugar y un momento que guardo en el cuerpo desde que leí una historia universal del arte cuando comenzaba mi adolescencia. Lo que nunca imaginé fue que a partir de la investigación llegaría, por azar o destino o las dos cosas juntas, por una serie de circunstancias verdaderamente extrañas, a abandonar un libro que ya tenía montado para escribir otro del que todavía no conozco el final.

cambodia





jueves, 4 de noviembre de 2010

in progress


Llegué a París hace exactamente tres años, después de haber pasado exactamente nueve en Barcelona y algo más de veintiocho en Venezuela. Me vine sin más razón que mi voluntad, arrastrado por mis tripas. Después de divorciarme, sin nada que realmente me atara a Barcelona, decidí intentar cumplir una vieja obsesión: vivir en esta ciudad, mi preferida entre todas las que he pisado, un lugar que para mí, como para tantas personas, genera una especie de canto de sirena: mientras más la visitaba, más fuerte era el impulso que me arrastraba a ella. Por suerte había leído la historia de Ulises y sabía que el riesgo de estrellarme contra las rocas era grande; así que, en lugar de taponarme las orejas con cera, me taponé el CV con un trabajo que nunca había hecho pero preveía que podría ayudarme para sobrevivir en París, el de recepcionista de hotel. Efectivamente, estuve trabajando como recepcionista el año anterior al salto y, sí, la idea sirvió, porque tres semanas después de mi llegada comencé mi primer empleo en París, del que fui justificadamente despedido tres semanas después por problemas con mi francés al recibir las llamadas telefónicas. Durante el mes de diciembre vi de cerca en las noches de insomnio las rocas con los restos de naufragios, pero tuve la suerte de comenzar el 2008 en un segundo empleo, y al mes pasé a otro hotel con un horario que me convenía, trabajaba de jueves en la tarde a domingo en la noche, jornada concentrada, de siete de la mañana a siete de la tarde, lo que me dejaba la mitad “útil” de la semana libre.
En esa mitad “útil” de la semana caminé París de un extremo a otro, hice viajes por Francia y por ciudades sueltas de Europa, fui a bares, exposiciones, conciertos, obras de teatro, conferencias y, justamente, en una de ellas, ocurrió el primer episodio de la cadena que acabaría llevando a la frase que en este momento estoy por escribir. Fui a la Maison de l’Amerique Latine por una conferencia sobre la influencia de mayo del 68 francés en Latinoamérica (se estaba celebrando, justamente, el 40 aniversario). Hablaron tres personas, una invitada argentina que no dijo nada nuevo, un periodista francés que soltó algún dato interesante, y una profesora joven, también francesa, que hizo un análisis curiosamente inteligente sobre cómo lo que decían los diarios franceses era convertido en literatura por los escritores latinoamericanos. Cuando acabó la conferencia me acerqué para felicitarla y le pregunté en qué universidad daba clases (me había estado pasando por la cabeza la idea de meterme a cursos sueltos como oyente). Me habló de la Ecole de hautes études en sciences sociales, anoté el nombre y, unos días después, encontré el papel arrugado en el bolsillo de un pantalón. Busqué por Internet, anoté la dirección, decidí pasar a preguntar al día siguiente, aprovechando que el edificio administrativo me quedaba a unas calles de casa, bajando por la rue de Cherche Midi, camino hacia Saint Germain y el centro.

Al día siguiente estaba frente al edificio, años noventa, de vidrio y metal, rodeado de jardines, haciendo esquina entre construcciones de principios del siglo XX; tras ver el aire lujoso del lugar, sin muchas esperanzas le pregunté al recepcionista por las oficinas de la Escuela. Subí el ascensor pensando cómo pagar los estudios, si realmente quería sacrificar mis viajes para hacer otra maestría, hasta que, al entrar a la oficina minúscula donde se apretaban tres personas y rumas tambaleantes de libros y papeles, recuperé las esperanzas. Y sí, el aire de oficina pública era correcto, el precio de la maestría era un chiste, menos de trescientos euros al año; los estudios son subsidiados por el Estado francés; lo importante, para ser admitido, era presentar un buen proyecto de investigación.
Teoría y práctica del lenguaje y las artes, “no me preguntes qué quiere decir porque todavía no sé qué significa”, respondía cada vez que alguien quería saber de qué iba la maestría.

champagne