domingo, 24 de julio de 2011

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Teatro Shakespeare en el Bois de Boulogne, Paris, 2010

Cuando disparé la foto estaba pensando en El Bosco, en los tipos que miran a Cristo mientras, aporreado, carga su cruz. Ahora veo las expresiones y pienso en máscaras, en personajes, en la obra que representaban, Volpone, volpe,  zorro, “el hombre es lobo entre los hombres”; las ideas que se asocian a los zorros y a los lobos no van hacia el mismo sitio, claro, pero había mucho de Hobbes en el texto de Ben Jonson, sólo que en divertido.
Al Leviathan de Hobbes me lo tragué, seco, en una oficina, en una vida anterior, cuando era abogado. Más o menos hacia la mitad del libro aparecía la frasecita manoseada de los hombres-lobos. No tenía mucho que ver con el uso que le dan ahora (para justificar represiones y otros negocios) y, por lo que recuerdo, el libro era un intento de explicar racional y teológicamente al universo entero o, por lo menos, al universo que creía conocer Hobbes; o sea, andaba más bien por el género de la ciencia ficción, sin saberlo.
Jonson y Hobbes vivieron en el mismo lugar durante varios años, quizá se conocieron y, en alguna conversación, apareció la idea de relacionar a los hombres con los canes (zorros para uno, lobos para el otro); no lo sé, pero en todo caso, todavía me alegra recordar la sátira “mordiente”, contemporánea como pocas obras actuales, a pesar de haber sido escrita hace cuatrocientos años, por un colega y competidor de Shakespeare. Por ejemplo: los dos únicos personajes ejemplares de la obra son condenados a muerte, y ejecutados, al comenzar el tercer acto, sin que a nadie le importe ni le duela.


viernes, 15 de julio de 2011

fake

He encontrado la biografía sobre Tina Modotti de la que habla el articulista:

Es la noche del 10 de enero de 1929. Faltan pocos minutos para las diez. El corazón de la capital mexicana está desierto. Sobre el inmenso espacio vial del Paseo de la Reforma desfilan, silenciosos, ocasionalmente los autos. Algún peatón friolento, algún borracho tardío que enfila hacia una cantina cerrada.
Un grupo de perros callejeros atraviesa la calle Abraham Gonzáles, indagan por la luz que se filtra de la panadería. Hurgan en una acumulación de basura en el cruce con Morelos.  El líder de la pequeña manada se queda inmóvil. Husmea el viento seco, gélido. Escruta hacia el fondo de la calle, ve a tres figuras que avanzan en la oscuridad. Un gesto imperceptible y los otros cinco animales se mueven a un lado de los desperdicios, al abrigo de la luz hostil de los faroles. Dos muchachos salen de un portón, recogen algunos pedruscos y los lanzan riendo, pero los perros ya están bastante lejos. Luego los jóvenes regresan para sentarse sobre el vano de la puerta, esperando que la noche les ofrezca una excusa para huir de la miserable casa al fondo del callejón.
Dos hombres y una mujer. Un joven alto, atlético, de paso seguro. El otro un poco más bajo, huidizo, la cara oculta bajo un sombrero de fieltro de ala ancha. Discuten, se insultan. La mujer es pequeña, grácil, pálida y de mirada melancólica. Los dos muchachos la evalúan, intercambian una mirada cómplice. “Tá guapísima”, murmura el más grande, fingiendo un tono de experto. Si, piensa el otro, muy bella. Debe de ser extranjera. También los dos hombres, o quizá no. Quizá el que lleva el sombrero es mexicano. Por un momento la luz del farol muestra  las patillas negras, los ojos oscuros.
El panadero se limpia el sudor, da algunos pasos hacia la puerta. Respira profundamente el aire limpio, fresco. Cuando está por girar, algo atrae su atención: una discusión tensa, y las tres figuras juntas en el centro de la calle.
Algunas palabras cargadas de ira, imposible entenderlas por el viento que súbitamente las dispersa. El hombre del sombrero negro se lleva una mano a la cintura. El otro se protege con un gesto instintivo, pero da la impresión de que la incredulidad lo bloquea. Un disparo, el resplandor deslumbra en la oscuridad. El joven alto se contrae, vacila, pero el cuerpo musculoso le permite mantenerse en pie, le da fuerzas para lanzarse hacia la pared de las casas, buscando un resguardo inexistente. Segundo disparo. Cae de rodillas, se vuelve a levantar, camina dando traspiés algunos metros. Luego parece aflojar, los brazos abiertos esperando encontrar un apoyo en el vacío.
La mujer permanece inmóvil bajo la luz del farol, petrificada, con una expresión de aterrado estupor. Esos pocos segundos transcurren interminables, eternos. Sólo entonces, cuando ve al joven caer sobre el pavimento, la mano apretándose el pecho, siente fluir de nuevo la sangre y da un primer paso incierto, temblorosa. Mira alrededor con gesto frenético. El hombre del sombrero ha desaparecido. Ella corre hacia delante, se lanza de rodillas, sostiene el rostro de su compañero, lo acaricia, le coge esa mano ensangrentada que continúa buscando un apoyo para levantarse.
“Tina… me muero, Tina…”
La mujer lo besa en los labios, en la frente, pasa los dedos por su cabello grueso, rizado. Ve cómo sus lágrimas caen sobre el hombre, dice con voz sofocada:
“No, Julio… eres demasiado joven… no puedes morir así…”

Y joder, ya no puedo seguir traduciendo, demasiado empalagoso esto, se me van a pegotear las manos y voy a ensuciar el teclado del ordenador de la embajada.

camboya