Ya en el tren, comenzando lo que será un paseo a un pueblo cerca de París, mi mujer lee un mensaje de su familia comentándole algo de un atentado terrorista en París. ¿Un atentado de qué? “No entiendo bien, algo en un concierto o en un estadio de fútbol, parece que hay más de cien muertos”. Joder. Entro con el teléfono a lemonde.com. Sí, varios atentados suicidas con armas de fuego y cinturones bombas en distintas partes de París. El metro casi vacío, como si fuera 1 de enero. Llamo a la oficina de turismo de Provins para saber si se puede ir, si están abiertos. Sí, todo normal. Ok, seguimos el paseo.
Del otro lado del océano la familia alarmada, que nos quedemos en casa, que no vale la pena arriesgarse. ¿Arriesgarse a qué? Las probabilidades de ser víctima de un atentado terrorista son casi nulas, no conozco los números exactos, pero supongo que el riesgo debe de ser similar al de bañarse en la playa y ser comido por un tiburón. Si uno piensa que en sólo dos fines de semana en Caracas hay más muertos que en este atentado parece un poco alarmista la posición de la gente de allá.
El impacto de los atentados es simbólico, está destinado a afectar la realidad imaginaria, no el mundo físico. Francia no será ni más, ni menos peligrosa, después de la estupidez de los extremistas. Será más engorroso, sí, subir a un avión, entrar a un museo, asistir a un concierto, viajar en tren (más de lo que ya es), pero la vida seguirá como siempre a pesar de los muertos. La mayoría de la gente estará un poco más inquieta en las concentraciones, durante un tiempo, eso seguro, y los neuróticos tendrán con qué alimentar su angustia. Los políticos saldrán en la televisión llamando a la unidad contra la amenaza terrorista; solidarizándose con el dolor de las víctimas y sus familiares; explicando lo que se está haciendo (los del gobierno) y exigiendo medidas concretas (los de la oposición); aparecerán diseños o lemas defendiendo la libertad y recordando la tragedia, etc. Ya sabemos más o menos lo que viene, tenemos una experiencia reciente, la de Charlie. Todo esto es parte del mundo visible, del mundo “correcto”.
Pero los efectos van más allá, a veces aparecen escondidos entre líneas. Por ejemplo, en el bus que nos traía del pueblo, en una entrevista de radio un periodista le preguntaba a no sé quién cómo iba a enfrentar Francia la amenaza de un grupo de personas, de una ideología, de una religión. ¿De una religión? Los periodistas, en general, no son tontos; cuando el entrevistador deja colar esta última frase lo hace con toda la mala intención. Sabe que está transmitiendo el siguiente mensaje al gran público (ese que no tiene demasiado espíritu crítico pero que decide las elecciones): Islam = Terrorismo.
¿Por qué esta moda de asimilar una “técnica de guerra” a una religión? Cualquier persona instruida sabe que el terrorismo existe desde que hay conflictos armados organizados; que está ligado a la “asimetría” de las fuerzas; que se ha analizado desde hace relativamente poco tiempo, pero que ya estaba allí; o, hablando estrictamente, ¿no era terrorismo mucho de lo se hizo durante la Revolución Francesa?, ¿o no fueron terroristas muchos de los “actos heroicos” de las guerras de independencia en América? Cualquier persona instruida sabe, también, que hay un buen número de gente que vive el Islam de forma pacífica, que el Corán no es ni más ni menos belicoso que La Biblia; que hay distintas corrientes, como en muchas religiones, que van desde el fanatismo extremo hasta la filantropía bondadosa.
La pregunta, entonces, es, ¿por qué este periodista, como tantos otros, quiere fomentar la fobia contra el Islam?, ¿Y por qué la representante del partido de ultraderecha recibe un espacio en los medios que normalmente no tiene, como si la emergencia nacional necesariamente legitimara las posturas xenófobas? ¿Qué buscan los medios, radicalizando las posiciones? No lo sé, probablemente sólo “dan al pueblo lo que el pueblo quiere”; más o menos lo mismo que hacen los publicistas cuando transmiten valores en sus comerciales. Quizá es sólo otra versión del cuento del huevo y la gallina, del círculo vicioso, de la inercia, de la pereza mental.
No lo sé, pero independientemente de las motivaciones de la gente que maneja los medios la radicalización es un juego peligroso. Los terroristas de Charlie eran franceses. De los participantes en los ataques suicidas del viernes, uno, por lo menos, también era francés. No es el contexto internacional, la OTAN, o los bombardeos en Siria lo que motiva a estas personas. Tampoco el Estado Islámico, el Daesh, o como se le quiera llamar. Es el odio, la rabia, la haine, lo que está detrás. Un odio que no cae del cielo ni lo transmite una religión. Que se genera en la infancia, se desarrolla en la adolescencia, y encuentra la forma de expresarse, “heroicamente”, en la juventud. Es importante reconocer que la sociedad francesa ha tenido problemas para asimilar a la segunda generación de inmigrantes africanos (sobre todo del Magreb). Hay tensiones, desde hace años, que se manifiestan, por ejemplo, con la quema de vehículos, aparentemente injustificada, durante la noche. En las zonas periféricas de las grandes ciudades una parte de la población joven (de todos los orígenes) desprecia a la sociedad en que vive. No se sienten parte de ella y prefieren construir su identidad por otro lado. El resentimiento se siente a gusto con los discursos radicales, sean revolucionarios, moralistas, religiosos, anarquistas, purificadores; si se puede dejar salir la furia destructiva, perfecto.
El modelo francés de integración, bajo la fachada del “respeto a las culturas de las minorías”, ha fomentado los guetos y las castas. Radicalizar el discurso, fomentar la intolerancia, es ir en la dirección opuesta a la solución del problema. A menos que se quiera instaurar un Estado Policía, con capacidad de controlar hasta los más mínimos gestos de los ciudadanos. La vía para reducir el malestar que lleva a la aparición de grupos terroristas du terroir pasa por seguir el ejemplo de las sociedades multiculturales donde la “choque de civilizaciones” sólo es el título de un libro malo que apareció hace unos cuantos años. Quizá fantaseo, pero pienso en Canadá, en Noruega, en Australia.