EL DR. LIVINGSTONE, SUPONGO
El artículo anterior lo dediqué a tratar de explicar por qué París funciona como una tela de araña hecha de experiencias y cultura, en este, intentaré hablar de su espejo: la misma sensación de ser “comido” por un lugar, pero por razones opuestas.
Mi historia es ésta: había pasado un mes en una especie de proyecto de cooperación light en Benín, durmiendo en una aldea sin electricidad ni agua, conviviendo con niños africanos, supuestamente educándolos (la mayoría apenas hablaba francés y yo, en esa época, no llegaba mucho más lejos). El “proyecto” terminó pero yo había comprado el regreso para tres semanas más tarde. En la principal ciudad del país (Cotonou) está el mercado de artesanías más grande de África Occidental. Allí quedó la mayor parte de mi dinero, convertido en máscaras africanas que parecían hechas por los artistas de vanguardia de inicios del siglo XX. Mis compañeros de proyecto se fueron y en mi bolsillo había el equivalente a menos de veinte euros; no acepté préstamos, quería saber cómo se vive en África con un euro al día.
Lo primero que hice fue salir del hotel y dejar las máscaras en la sede de la ONG local que organizaba el proyecto. Mientras lo hacía, vi en una pequeña televisión el atentado de las Torres Gemelas. Difícil de encajar, pero tenía cosas más urgentes que hacer. Me puse la mochila, me despedí, caminé hasta la playa y tomé hacia la derecha. Sabía que cincuenta kilómetros más allá estaba un pueblo que me había gustado mucho en uno de los paseos que hicimos cuando estaba en la aldea, Ouidah, el puerto por donde embarcaron a una buena parte de los esclavos que se llevaron a América. Un lugar donde convivían muchas culturas de la región por los descendientes de quienes lograron escapar de los esclavistas justo antes de ser embarcados. Probablemente el lugar del mundo donde el animismo Vudú está más vivo.
La primera noche instalé mi tienda de campaña junto a unas parrilleras que usaba la gente de Cotonou los fines de semana. Me bañé en el mar, comí galletas y unos cocos que le compré a un vecino. Hacia el final de la tarde del día siguiente llegué a Ouidah. Mientras esperaba que cayera el sol para instalarme cerca del monumento que construyó la UNESCO se me acercaron unos pescadores y, poco después, me ofrecieron poner la tienda cerca de su casa, que era más seguro.
Entre otras cosas me comentaron que iban a salir de pesca la mañana siguiente, les pregunté si podía ir con ellos, me dijeron que sí, extrañados y curiosos. Antes de las seis de la mañana siguiente estaba guardando la mochila en la casa del jefe de los pescadores y me dediqué a “ayudar” para que el peñero lograra pasar los dos puntos donde rompían las olas (las comillas vienen de que los tipos no me dejaban hacer casi nada, como si me fuera a partir las uñas). Mar adentro, cuando la costa era un hilo marrón claro en el horizonte, a unos cincuenta metros de nosotros una ballena decidió maltratar el agua con la cola. Yo feliz, ellos asustados golpeando el fondo del peñero con los remos y encendiendo el único motor para alejarnos del animal. Poco después, al subir una de las redes, supe que la pesca principal eran los tiburones, que se asfixiaban porque no podían avanzar. El tiburón que sacaron era más grande que yo, según me dijeron, ése era mediano. Impresionante ver la silueta elegante aparecer desde el azul oscuro del mar. A los tiburones les cortaban las aletas para un comprador chino y las mandíbulas las secaban para vendérselas al único hotel de playa de Ouidah.
Al terminar la jornada ya me habían adoptado. Puse la tienda de campaña en el patio de la casa del jefe de pescadores. Logré convencer a la señora de que no cocinara especialmente para mí, que yo comería lo mismo que ellos. Me bautizaron “akue kaká” (o como quiera que se escriba, si se escribe), que significa “muchas gracias” en fon (la lengua de la etnia de la mayoría de los pescadores). Me llevaron a un pueblo en la frontera con Togo para presentarme a los amigos y a la familia. Me hicieron beber aguardiente de palma cada vez que entraba a una casa (a las diez de la mañana ya no podía tragar más). Me comentaron que era la primera vez que un blanco comía con ellos, del mismo plato. Hablamos sobre mil cosas, a pesar de los problemas de lengua. No me dejaron pagar nada (iba al pueblo a comprar útiles escolares para los niños y compensar, de alguna forma). Me hubiera podido quedar allí, indefinidamente... Como Kennedy, en algún momento dije “yo soy beninés”.
La simplicidad; el trato directo, espontáneo, la ausencia de dobles caras, de intereses escondidos; la poca importancia dada al dinero; la inmediatez, el verdadero aquí y ahora; ser lo que se es, depender únicamente de la capacidad de conectar con los otros, de desarrollar la empatía, y nada más. Creo que éstas son algunas de las cosas que explican un fenómeno menos raro de lo que se cree: el “ser comido por el África”.
En la segunda mitad del siglo XIX, bajo los intereses de la colonización, los occidentales comenzaron a explorar la Terra Incognita. Muchos de ellos volvían de las expediciones y pocos meses después ya habían encontrado una excusa para regresar de nuevo a las “tierras de los caníbales y de los salvajes”. Era gente que no pudo readaptarse a la “civilización”. El caso más famoso quizá sea el de Livingstone, un misionero inglés célebre por “descubrir” el África Central, a quien, en una ocasión, cuando ya era dado por muerto, fue a buscar un periodista norteamericano siguiendo su rastro de aldea en aldea. Cuando finalmente lo encontró, acostado, enfermo de malaria, el único blanco a cientos, quizá miles de kilómetros a la redonda, soltó la famosa frase “El Dr. Livingstone, supongo”. El periodista fue recibido y bien tratado, pero Livingstone no quiso acompañarlo de vuelta. Tampoco quiso hacerlo años más tarde un científico alemán que al ser encontrado por el mismo periodista ya se había adaptado completamente, tanto, que era difícil distinguirlo de un africano. Tampoco regresarán, estoy seguro, los catalanes que en el 2002 conocí en Senegal, en un viaje que tenía como excusa el trabajo final de una maestría de Cooperación al desarrollo. Y lo mismo le pasará a una buena parte de los occidentales que fui conociendo en ese viaje. Había leído sobre el síndrome, pero no lo entendí hasta que lo viví.
Cuando volví a Barcelona, después de Benín, y salí del metro, me sentí aturdido, extrañado, un poco molesto, por una sensación que había olvidado: ver que casi todo, alrededor, estaba montado para hacerte soltar el dinero. Que este simple hecho (sacarte el dinero que te ha dado alguien a cambio de tu tiempo, tu esfuerzo y el uso de tus habilidades) lo domine todo parece natural e inevitable, pero en realidad no lo es. Es una opción dentro de muchas otras. Creo que lo que aprendí en África se resume en una idea: es mucho más sencillo, más natural, más suave, adaptarse y dejarse absorber por el África subsahariana que, al revés, hacer todos los malabarismos que hay que hacer para existir en Occidente.
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