jueves, 27 de agosto de 2015

artículo para contrapunto.com (06 08 2015)


PARÍS NUNCA SE ACABA

Voy a intentar explicar por qué, a pesar de todas las complicaciones presentadas en los artículos anteriores, escogí París como lugar de residencia y no un destino más fácil, más próximo, cultural y económicamente, por ejemplo, alguno de los “países hermanos” (Colombia, Costa Rica, México, Florida o algo así). Voy a copiar un trozo de una novela que estoy terminando de escribir:
“A alguien le escuché decir que París se come a la gente; que, en este lugar, la vida se te puede pasar dando vueltas en círculo aturdido por las ocupaciones, las urgencias, las maravillas y el ritmo de la ciudad; pero que al mirar atrás, pasados los años, uno se da cuenta de que, en algún momento, en medio del frenesí, se extraviaron las ilusiones y los proyectos, las cosas que alguna vez se creyeron importantes, las expectativas; que vida y energía se consumieron entre la sensación inicial de deslumbramiento por la ciudad y la situación habitual de presión por lo que hay que hacer para sobrevivir en ella. Pero el problema, o la dificultad, no viene tanto del ritmo de la ciudad, que se resolvería cortando y cambiando de sitio, sino que, ya mordido por París, te envenenas: las demás ciudades, con muy pocas excepciones (Nueva York, Londres, y quizá alguna otra que no conozco), se convierten en pueblos de provincia, aglomeraciones humanas con tres, cinco o diez cosas interesantes para hacer, pero no más; y entonces vives con la sensación de estar viviendo como hay que vivir sólo cuando vives en París.”
Luego, a medida que vas conociendo gente, te das cuenta de que estos síntomas no son sólo tuyos. París tiene una reserva grande de extranjeros que han caído envenenados y, lo más curioso, es que el veneno es antiguo: A Mouveable Feast (París era una fiesta) lo describe perfectamente. La ciudad ha cambiado mucho, por supuesto, en los casi cien años que han pasado desde que Hemingway era periodista, pero en el fondo el encanto de la ciudad es el mismo: la multiculturalidad, la tolerancia, el sentir que alrededor está pasando algo (no sé qué, “algo”). 
Un par de ilustraciones fáciles: cualquier día, en el metro, el afiche de un concierto de un grupo que creías extinto desde hace por lo menos veinte años (un caso, Skorpions), mientras más allá se anuncia casi con timidez, en una sala menor, alguno de tus músicos vivos favoritos, no importa cuán extraño o minoritario sea (Mulatu Astatke, en un festival, por ejemplo). Pero esto es lo de menos, porque en las salas de concierto no es donde se vive realmente la ciudad, es en la calle, caminando, sin dirección precisa, dejando que aparezca lo que tenga que aparecer.
Una vez un embajador peruano, también víctima de París, me contó una anécdota que no sé si sea cierta: según él, cuando los nazis tomaron la ciudad Hitler hizo aterrizar su avión en los Campos Elíseos. Era la primera vez que venía a la ciudad. Lo llevaron, o se hizo llevar, hasta Trocadero, donde está la terraza con la vista hacia la Torre Eiffel del otro lado del río. Hitler (siempre según el embajador) se quedó mirando en silencio, dio media vuelta, y se hizo conducir hasta su avión. Nunca más pisaría París. ¿Qué pensaba Hitler mientras miraba la Torre? Un buen argumento para un best-seller. Según el embajador algo en la ciudad lo había impresionado, empequeñecido, quizá humillado; algo que no soportó y que le hizo huir inmediatamente.
“Todo el mundo, alguna vez, ha vivido en París; pero ni Stalin, ni Hitler, lo hicieron”.  Esta idea, inventada por no sé quién, da para una tesis de maestría, pero sólo tengo media página para intentar desarrollarla: lo primero que muestra París cuando la habitas es la variedad y la diferencia; gente de todas partes del mundo compartiendo el espacio y viviendo cada quien como piensa que tiene que vivir, sin entrar en la existencia de los demás, en una especie de anonimato generalizado, acordado, querido, y buscado. Detrás de esta sensación llega, naturalmente, la tolerancia, más o menos asumida, pero siempre presente y, por supuesto, la visión relativa de las cosas, la seguridad de que no hay ideas definitivas, afirmaciones absolutas, certidumbres, dogmas, todo es discutible, cuestionable, frágil, temporal, y el pensamiento francés (quizá, más bien, parisino), se empeña en demostrar, constantemente, la verdad absoluta de la relatividad de todo; esto lo terminé de descubrir en el mejor centro de estudios que he conocido, la EHESS, un lugar donde los investigadores de ciencias sociales exponen su líneas de investigación y no se cortan para comentar sus dudas y las debilidades de sus argumentos.
Además de este aire de suave inconsistencia está toda la marea inabarcable de información que constantemente produce la ciudad, desde una oferta cultural “oficial” como no tiene ningún lugar en el mundo, hasta la sobredosis que un simple paseo largo por la ciudad te deja al regresar a casa: miles de imágenes, sonidos y olores, de gestos, acciones, objetos, construcciones, productos, estilos, formas, atmósferas, cambiando constantemente a medida que te desplazas; el mundo que te rodea ahora es completamente diferente 200 metros más allá, y lo mismo ocurrirá si avanzas otros 200 metros, y así.
Desde hace un tiempo creo que la riqueza de una ciudad se mide por el número de mundos que hay dentro de ella. Por ejemplo, Valencia, Venezuela, la ciudad donde nací, tenía, en su momento, no más de cinco mundos adentro (la zona industrial; el centro; los barrios pobres; las zonas residenciales, de ocio y los comercios para las clases medias; las zonas residenciales, de ocio y los comercios para la clase alta), de estos mundos sólo usaría, realmente, tres. Bombay, por lo que recuerdo, creo que no tiene más de seis mundos, aunque vivan allí quince millones de personas. Lo mismo le pasa a Hong Kong. Barcelona tendría unos ocho o nueve mundos, con la suerte de que todos ellos son utilizables. En París el número se dispara (¿cuántos, veinte, treinta?), si uno da el estatus a los barrios chino, indio, africano, el banlieu rico, el banlieu pobre, etc.; todos estos mundos están a la mano, abiertos, listos para inyectar sobre ti el veneno de la riqueza de experiencias que significa ser un pequeño fragmento de París.

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