sábado, 3 de diciembre de 2011

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Museo Metropolitano de Nueva York, EEUU, 2011

La última vez que Rivera había estado en México fue durante los últimos días del Porfiriato. En aquel momento México era un país adaptado a los intereses de los grandes capitales, sobre todo extranjeros; un país que dominaban, sin oposición visible, las fuerzas conservadoras: la iglesia católica, una estructura de clases rígida y piramidal, un ejército que actuaba como órgano de control y represión fiel al gobierno. Al regresar, en 1921, el país había cambiado radicalmente; por una parte, la guerra civil lo había dejado arruinado, por la otra, el gobierno estaba en manos de un hábil caudillo que sostenía, defendía y, ocasionalmente, actuaba, según un discurso revolucionario dirigido a las masas.
En algún momento entre 1916 y 1920 Rivera asimiló plenamente el pensamiento marxista; quizá coincidió con la crisis que tuvo lugar hacia 1918, cuando por diversas razones se alejó del cubismo. Fue una época dura en donde Rivera se vio extraviado, y es posible que la doctrina marxista le haya dado algunas herramientas para resolver su confusión. El marxismo, al igual que el cubismo, proponía una ruptura radical con el pasado, y además tenía la ventaja de que podía utilizarse para comprender prácticamente toda la actividad humana, mientras el cubismo era útil sólo para revolucionar las artes plásticas y, levemente, la poesía. El marxismo, en este sentido, como discurso totalizador, estaba cerca de las doctrinas esotéricas que Rivera escuchó de su padre durante la primera parte de su vida; esas doctrinas pretendían descubrir las leyes últimas del universo; el marxismo, por su parte, afirmaba haber descubierto las leyes últimas que guiaban la historia humana. A través del marxismo Rivera podía dar una justificación a su vida, convenciéndose a sí mismo de que su destino era emplear su talento creativo para luchar por la revolución comunista que traería la igualdad, la paz y la felicidad a la Humanidad. Pero el marxismo que practicaba Rivera, a diferencia de muchos otros, tendía a ser solitario. Rivera demostró, a lo largo de su vida, tener un carácter extremadamente individualista; cuando quiso ser parte de colectivos acabó casi siempre de mala manera. En los años que vivió en París Rivera no se inscribió en ningún partido político ni siguió las directrices de ningún tipo de organización; cuando una persona influía sobre él (por ejemplo, Picasso, o el intelectual francés Elie Fauré), lo hacía a través de la amistad y el ejemplo, pero no por la coerción o la jerarquía. Rivera nunca desarrolló actividades como conspirador, y a lo largo de su vida fue transparente con sus ideas políticas, tanto, que su obsesión por expresarlas llegó a tener un carácter autodestructivo, como por ejemplo en el episodio del Rockefeller Center. El hecho es que cuando Vasconcelos decide aprovechar el talento de Rivera para trabajar en la construcción de la identidad mexicana (y anular el poder ideológico que aún tenían los partidarios del sistema que sostuvo a Porfirio Díaz), Rivera encuentra la oportunidad de desarrollar su ideal de convertirse en un pintor comprometido y revolucionario.
Para Vasconcelos el entusiasmo de Rivera era fundamental, y aunque el pintor se apuntaba de forma clara a una ideología que no era la del régimen (Obregón no dudó en reprimir violentamente a los comunistas), la ineptitud del pintor para actuar como líder político, y su desinterés por la conspiración, parecen haber sido razones suficientes para que se le perdonaran sus creencias políticas. De hecho, la primera vez que Rivera fue expulsado del Partido Comunista Mexicano fue básicamente por sus relaciones amistosas con el régimen de Obregón. En todo caso, la presencia del “pueblo mexicano”, “la lucha de clases”, y la “rebelión contra el viejo sistema”, típicas de la obra de Rivera, eran parte de un discurso conveniente al mensaje que le interesaba transmitir al gobierno de Obregón.

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