domingo, 11 de diciembre de 2011

041

Belem, Portugal, 2009

En algún momento, hacia los veintipocos años, hice un pacto, no sé con quién, no me di cuenta. Un acuerdo por el que alargaba mi juventud unos años y, a cambio, entregaba mis referencias personales, esas que uno pone en el CV, todas: la otredad, aquello de saber quién eres por tu ubicación en la manada, por lo que piensa de ti tu entorno. Básicamente, dejé de tener entorno, en mi cabeza, fue el precio del pacto, que yo pagué feliz, ligero. Ese contrato, quizá mefistofélico, me obligó a apuntalar el egoísmo, endurecer la coraza, a tapar vulnerabilidades. Seguir un camino revuelto, donde los pasos van y vienen según tira el viento. El pacto, mientras se disfruta de la juventud prolongada, del cuerpo que parece no envejecer, de los treinta y muchos con cara de treinta, va muy bien. Pero luego caerá la vejez de golpe, supongo, sin ahorros, sin un trabajo estable, sin buenas perspectivas de empleo; porque a un tipo de cincuenta años, sin nada entre las manos, ¿quién lo puede querer? Es el problema de negociar con el diablo, siempre, necesariamente, debes acabar jodido. Si no, qué mal ejemplo para los prudentes, los mezquinos, los moderados, los avariciosos, los bien pensantes, los conformistas, los apagados, los currantes, los mediocres, los comunes, los desilusionados, en resumen, para todos los sumisos que se portan bien, ¿no?, la hormiga y la chicharra, el cerdito de la casa de paja y el de los ladrillos, el hijo pródigo y el otro... O no, ese no es un buen ejemplo... Vainas del pimpollo de Jesucristo, que le daba por fabricar argumentos para Satanás.

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