Basha, China, 2006
Gui-Zhou es una mujer de unos cuarenta años. Gui-Zhou espera en el muelle a los turistas que llegan sueltos. Ghi-Zhou nos consiguió hotel (comisión); nos hizo escoger, de unas bateas plásticas, con lástima y asco, los pescados para la cena (comisión); nos sirvió las cervezas, no sé cuántas (comisión), hasta que nos fuimos a dormir (comisión). A Gui-Zhou no se le escapa nadie. Sonrisa y venga por aquí, te resuelve la vida, a unos precios que, con la cabeza en euros, son de risa. Gui-Zhou se las ha arreglado para no tener competidores. De hecho, el pueblo entero existe para que Gui-Zhou se enriquezca. Gui-Zhou te mira de arriba a abajo, te evalúa, sabe exactamente lo que puede sacar de ti; tiene olfato, te ofrece de todo, pero sabe cuándo parar, hasta dónde llegar. Gui-Zhou no habla idiomas, pero se entiende con todos. Gui-Zhou, sin ser protestante, tiene el perfil clásico del empresario emprendedor. Gui-Zhou está picada por el gusanillo del comercio, es esclava de Hermes, sin saber. Gui-Zhou es una maravilla, pero tiene un defecto: cuando se da media vuelta, se le cae la sonrisa.
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