Mumbay, India, 2011 |
El tipo no está posando, está mirando la cámara que iba en mi mano izquierda (el dedo largo en el disparador, el lente en la curva entre el pulgar y el índice) preguntándose si le estoy haciendo, o le voy a hacer, una foto.
Si el tipo hubiera pensado que lo estaba fotografiando seguramente me hubiera perseguido un buen rato pidiendo dinero aunque, por el cartel que hay detrás, me da la impresión, ahora que miro la foto, de que su oficio podría haber sido curandero y no se hubiera podido mover de su lugar.
El tipo estaba parado al comienzo de la pasarela que unía la tierra firme con una islita sobre la que había un templo. En la pasarela, a ambos lados, había vendedores ambulantes y mendigos. En la entrada al templo estaban los fotógrafos profesionales, esos que van con su cámara digital imprimiendo al momento las imágenes desde una máquina vieja con una fuente de alimentación portátil.
Estos fotógrafos cobran por sus fotos, no como yo, que se supone tendría que pagar por hacerlas.
Las imágenes profesionales son de parejas o de familias rígidas con el templo al fondo; fotos intencionalmente sobrexpuestas para ganar un aire poético y ocultar los defectos de los clientes; no muy diferentes a las fotos de novias que hacen por acá. No sé de dónde viene la idea de que una foto sobrexpuesta es poética; tampoco puedo decir dónde y desde cuándo comenzó esta relación entre sobrexposición y poesía, pero funciona así.
En mi foto el tipo está verde; no es mi culpa, no manipulé la imagen (aparte del reencuadre, casi obligado con las fotos que hago desde el pecho), había un techo plástico que lo enverdecía todo.
Podría haberle dicho al tipo que posara junto a su cartel y podría haber sobrexpuesto la imagen, podría llevar conmigo una impresora vieja y podría haber hecho como que quería regalarle una copia. Podría hacer las cosas bien y, entonces, no tendría miedo a verme obligado a pagar por mis fotografías y, además, este texto, también, me lo podría haber ahorrado.
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