lunes, 14 de noviembre de 2011

030

Cordillera andina, Ecuador, 2010

Esta tarde salgo a matar un perro. Agarro mi cuchillo, que es negro y bonito y uno de los lados es un serrucho, y salgo a matar un perro. Prendo el carro y arranco, quiero llegar a un sitio donde nadie se moleste porque vengo a matar un perro. Entro en lo que parece un pueblo donde, pienso yo, debe de haber perros callejeros, y manejo lento, buscando, porque estoy aquí para matar un perro. En una esquina siento que el carro se está quedando sin frenos. Lo estaciono frente a una casa pequeña, le pongo el anti robo, salgo, camino, buscando un perro, porque he venido a matar un perro. Llego a una pared donde hay un teléfono monedero, roto. La zona donde estoy no es buena. A los lados, en la acera y en la calle, la gente pasa corriendo, asustada. No sé si saben que he venido a matar un perro. Encuentro a un viejo que, aunque no corre, trata de caminar rápido. Pero es un viejo y lo alcanzo. Le pregunto por qué la gente corre. Me dice que tienen miedo, que la zona donde estamos no es buena y quieren llegar rápido adonde van. «¿Y a dónde van?». No me responde, o comienza a hablar en alemán, no estoy seguro. Le pregunto dónde puedo conseguir un teléfono monedero y alargando el brazo me señala uno, al lado mío. Es azul y está pegado a la pared, medio roto. «Muchas gracias» le digo al viejo, pero no lo veo, ya no está: no sé cómo ha corrido tan rápido. Levanto el teléfono y escucho mi voz, igual que con el viejo, diciendo «Muchas gracias». Pero siento que la voz no está en el teléfono. Espero un rato, y otra vez «Muchas gracias». Otro rato, «Muchas gracias». Termino cansándome y cuelgo, pero el «Muchas gracias» sigue en mi cabeza. La gente corre a mi lado. Pasan y dicen «Muchas gracias». A alguno le pregunto cómo salgo de aquí. Me responde que a esta hora ya es peligroso, está oscureciendo. Y de verdad, está oscureciendo. «Muchas gracias». Le pregunto a otro dónde hay un hotel. Levantando el brazo me lo señala. «Muchas gracias». Es un edificio viejo. Entrando, pasillos largos. El hotel debe de tener más de cincuenta años, y no debe de haber sido reparado desde hace más de veinte. En una silla un tipo con cara de atracador sostiene en las piernas a dos que parecen putitas. Les pido permiso y me dejan pasar, «Muchas gracias». En una habitación con la puerta abierta veo a una mujer limpiando. Le pregunto dónde está la recepción. Me dice que no hay recepción, que debo ir al bar, al otro lado de la calle, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». En la calle veo que ahora la gente lleva linternas. Entro al cafetín, sin linterna, y una mujer me ofrece la suya. La veo y me recuerda a alguien. Creo que a una amiga de la época del bachillerato. Me parece que alguna vez salí con ella y nos besamos. Era hija de holandeses, vivía cerca de mi casa. Era muy flaca, y muy chiquita, pero tenía buenas tetas. Fue la primera vez que toqué un pezón. Le respondo, hablando de la linterna, «No la necesito. Muchas gracias». Se acerca un mesero y me dice que las linternas se usan porque hay muchos malandros. «¿Cómo hago para salir de aquí?». Te puedes ir corriendo, pero casi siempre ellos corren más rápido, o si no, te esperan en el camino, o te tiran los perros. «¿Qué me pueden hacer?». Te quitan todo; o te matan, y te quitan todo igual. Recuerdo que llevo en el bolsillo mi reloj de plata, la leontina. «¿Entonces qué hago, me quedo aquí?». No, aquí van a cerrar, no se puede quedar. «¿Y el hotel?». El hotel es caro. «¿Cuánto?». Creo que seis mil. Este tipo está loco, pienso, eso no es caro. Me reviso y no llego, en la billetera tengo tres mil y dos billetes de veinte, y en la cartera no tengo nada. Qué raro, porque yo siempre llevo en la cartera un billete de cinco mil, para las emergencias. «¿Y no aceptan tarjetas de crédito o cheques?». No. «¿Pero y entonces qué hago?». A veces hay gente que sale en caravana, si quieres te vas así. «¿De dónde salen las caravanas?». De allá afuera, junto al teléfono monedero. «Muchas gracias». Al salir, encuentro que un grupo de personas está reunido como esperando algo. Me preguntan si voy con ellos. «Sí». Oigo «Muchas gracias». Todos tienen linternas pero nadie me da una. Comenzamos a caminar y al poco tiempo estoy adelante. Alguien me ofrece un palo para defenderme. «Muchas gracias». Mientras camino me ocupo de no caerme con las piedras, pero cada vez me llega menos luz. Volteándome, veo que el grupo que me acompaña está hecho de señoras gordas con bolsas de mercado. Noto que se esfuerzan en dejarme adelante. Siento que están tratando de abandonarme, para que me atraquen, y seguir ellas en paz. El coño de sus madres. Me paro a esperarlas. Ahora están caminando más lento, casi detenidas. Tardan unos cinco minutos en avanzar diez metros. La farsa se hace demasiado evidente y decido seguir solo. «Yo voy a seguir solo, hasta luego, muchas gracias». Nadie dice nada. La poca luz de las casas me deja ver algo de suelo. Piedras que se quedan y lagartijas que se van al monte. Estoy saliendo hacia el puente de los españoles, adonde iba con mi papá cuando era adolescente. Pero pienso que no puede ser, porque eso está lejos de aquí y además mi papá está muerto. Paso las últimas casas y se acaban los focos. Después de un monte veo la autopista, con los carros huyendo del ruido y los camiones adoloridos por los contenedores. En la autopista hay luz. Está a unos quinientos metros. Comienzo a caminar rápido porque siento algo de pánico. El pánico se hace más fuerte y troto. Corro. Pero antes de llegar, cerca de la autopista, está un grupo de siluetas. Dejo de correr y camino, en diagonal, evitándolas. Siento ruidos atrás y me volteo. Los tipos se han convertido en perros. Perros callejeros. Jodidos perros callejeros. Detrás de los perros viene un hombre con algo en la mano. Los perros me alcanzan y comienzan a olerme, nerviosos, con ganas de mordisco. Me detengo, respiro, trato de tranquilizarme. El hombre ya está por llegar. No lo detallo, porque no hay luz, pero está su silueta y trato de saber qué trae en la mano. Es un cuchillo, negro y bonito y uno de los lados es un serrucho. Pienso que recogió el mío, que se me ha caído, pero recuerdo que mi cuchillo lo dejé casa.
«Amigo, ¿qué hora tiene?… Es tarde, muy tarde».
Se pregunta y se responde él mismo, con mi voz, y con mi boca.
     

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