sábado, 26 de noviembre de 2011

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Angkor, Camboya, 2010

Te cuento de mi viaje.  Ayer me tocó hacer el tonto, víctima de los mecanismos que se crean espontáneamente para desplumar a los turistas. Resulta que el viaje de Bangkok hasta Angkor es un clásico. Son menos de 400 kilómetros pero, en la práctica, tienes la impresión de que has recorrido dos mil. Por un lado, los horarios de los trenes están diseñados para que no puedas llegar al destino antes de la media noche, si es que encuentras asiento, en un tren que tarda varias horas para llevarte a la frontera y sale una sola vez cada día. Siendo una ruta habitual me llamó la atención que hubiera tan pocos trenes, luego entendí por qué. Al no haber la posibilidad práctica de ir por tus propios medios, sólo te queda la opción de las compañías de transporte “especializadas”, que te ofrecen, o más bien te imponen, los servicios de obtención de visado y cruce de frontera (por supuesto, a un precio muy superior al oficial). Te recogen en el hotel hacia las siete de la mañana y te prometen dejarte en Angkor hacia las tres de la tarde, pero a las dos todavía estaba parado en la cola para cruzar la frontera, a mitad de camino. Durante todo el trayecto, en la camioneta hasta la frontera, el acompañante del chofer insiste en que lo mejor es pagar “un poco más” (el doble) y contratar a un taxi para llegar desde la frontera hasta Angkor, porque de otra forma hay que usar un autobús y estos vienen muy de vez en cuando; según el tipo, te pueden acabar soltando en Angkor a medianoche, pero como había reservado el hotel por Internet esto no me preocupaba demasiado. En la frontera, quienes han aceptado pagar el taxi son separados del resto y pasan sin hacer fila. Los demás tuvimos que entregar los pasaportes y ponernos en manos de un gestor, que pidió un extra por “variaciones en el tipo de cambio”. Dos chicas francesas se negaron y después de una discusión fuerte acabaron pagando (en ningún momento de la discusión les devolvieron los pasaportes, no sé qué puede haber pasado con ellos si se niegan a pagar). Finalmente, después de un par de horas, te devuelven el pasaporte del otro lado de la frontera. Entonces a los del grupo del autobús nos plantan en un lugar en el medio de la nada a esperar que al famoso autobús aparezca. El sitio en medio de la nada es una especie de cafetería de carretera al estilo occidental; si la intención era hacernos almorzar allí la verdad es que no tuvieron mucho éxito, porque casi todos habíamos comido galletas y tonterías compradas en las horas de espera de la frontera (esta parte del desplume tendrán que refinarla un poco más para que funcione). Mientras tanto, los taxistas estacionados afuera de la cafetería se ofrecen a llevarte. Cada vez éramos menos los que esperábamos al bus; en mi caso, una mezcla de orgullo y curiosidad (por ver qué otros chanchullos podían montarse), además del asunto económico, me tenía allí. Por fin, hacia las seis de la tarde, llegó el bus. Tres horas de camino y el bus se detiene, otra vez, en el medio de la nada. Por supuesto que a esas alturas, entre el cansancio y la sensación de haber sido descaradamente extorsionado y estafado, no estaba para hostias. Le hablé fuerte al chofer exigiéndole que nos soltara en el pueblo, que ese fue el trato desde el principio, y que no pensaba pagar un céntimo más hasta que me dejaran en el hotel, como se había acordado en Bangkok. La mayoría de los compañeros se unieron a la protesta y el chofer “garantizó” que los chavales de los rickshaw que revoloteaban alrededor no nos iban a cobrar por llevarnos a nuestros respectivos destinos. Llamé a mi rickshaw y le dije al chofer que repitiera eso de que no me iban a cobrar; el tipo lo repitió. Por supuesto que cuando el rickshaw me dejó en el hotel quería que le pagara, pero como ya tenía mi mochila conmigo me negué rotundamente y entré a la recepción, donde el escándalo que había comenzado en el estacionamiento tuvo que bajar de tono. Le hice al recepcionista un resumen del jaleo y le insistí al del rickshaw que le cobrara al chofer (ya lo sé, el rickshaw es el más débil de la cadena, pero algún acuerdo de comisiones tendrá con los chóferes en esta última etapa del desplume, así que no me da remordimientos). En conclusión, económicamente no salí demasiado golpeado y la verdad es que ha sido una sorpresa ver cómo se crean mecanismos de explotación económica con “servicios” no reglamentados, y cómo estos mecanismos consiguen reunir, en el mismo negocio, a las compañías nacionales de trenes, de autobuses, hoteles, agencias de turismos, policía, policía de fronteras, chóferes, y conductores de rickshaw; la verdad es que casi admiro el diseño del tinglado, que en todo momento te mantiene aislado y sin opciones, aunque me jode soberanamente haber sido víctima de él, por supuesto. Si eso pasa con el plus que pueden sacar de los turistas, imagínate los mecanismos que se generarán cuando los beneficios son realmente grandes.

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