domingo, 21 de agosto de 2011

007

Museo Metropolitano de Nueva York, EEUU, 2011

Desde Alemania ya venía con la idea de dormir entre las ruinas de un castillo medieval, no sé por qué. En Alemania ya lo había hecho dos veces, lo de dormir a la intemperie, dentro del saco; en el bosque, pero no entre ruinas. Tenía la teoría de que un tipo durmiendo solo en el bosque daba suficiente mala imagen como para que nadie se quisiera meter con él.
Miraba por la ventana el paisaje; estaba en el Peloponeso, no muy lejos de donde alguna vez estuvo la Arcadia. De pronto, en lo alto de una montaña, las ruinas de lo que parecía una fortaleza medieval, supuse que bizantina. Miré el reloj, las cinco de la tarde, medí qué hacer, si bajarme en la próxima estación y tratar de llegar a las ruinas para dormir, o seguir mi camino hacia Argos. Tenía que llegar a un sitio llamado Zevgolatio para hacer la conexión. ¿Te bajas o qué? Déjate de vainas; sigue a tu destino. Volví a mi libro y a la ventana.
Un poco más adelante el tren se detuvo. El letrero de la estación, debajo de las letras griegas, Zevgolatio. Cogí mis cosas y bajé. Una construcción sencilla en un pueblito olvidado y un tipo disfrazado de empleado de trenes. Como no había pantallas con información de horarios me acerqué a él una vez el tren se fue. Ya no recuerdo cómo conseguí preguntarle por la conexión a Argos, me respondió que pasaba a las once de la noche, y no a la hora que decía el horario que yo sostenía. Llegaría a Argos hacia las tres de la madrugada; o sea, a ver dónde duermes si llegas a esa hora. Cojonudo, decidí irme a buscar las ruinas que había visto por la ventana.
En sentido contrario caminé por las vías del tren. Media hora, o una hora, ya no recuerdo, y me rendí, no había ruinas cuando levantaba la vista. Mejor buscar donde dormir antes de que comience a anochecer.
Decidí subir la montaña, dejar detrás las granjas que me rodeaban. Salté un par de cercas y encontré un sendero que iba hacia arriba. Y allí, por sorpresa, en lo alto, vi las ruinas. Entusiasmado subí por el bosque de árboles bajos, de tierra pedregosa, rojiza.
Llegué, me acerque a las ruinas, una ventana abierta. Me asomé, en la pared, una pintura religiosa y velas. Era el cinco de junio de 1991, yo estaba cumpliendo ese mismo día 21 años. El verme allí, en esa ermita, después de aquella suma de improbabilidades (ganas de dormir entre las ruinas-ruinas de la montaña por la ventana del tren-siguiente estación Zevgolatio-error del horario de trenes-hora de llegada a Argos-reaparición de las ruinas-ventana y velas-día de cumpleaños), me sacudió la cabeza, como diciéndome, “si estás aquí es para que te des cuenta de algo, pimpollo”. Mareado de la impresión me acerqué al borde. Abajo, a unos cuarenta metros, mi sombra sobre la sombra de la muralla. Di la media vuelta y me alejé de la ermita, busqué un sitio escondido, y puse mi saco de dormir.

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