lunes, 15 de agosto de 2011

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Pueblo andino, Ecuador, 2010

Si le hubiera preguntado al niño (que aparece corriendo y mirando a la cámara) si él es un indio, lo más probable es que me hubiera respondido con un insulto.
Al fondo está la imagen del indio idealizado, esa caricatura sabia, arrugada, pura, ancestral, que usan algunos políticos para  hacer la oposición, autonombrarse defensores de los oprimidos, manejar resentimientos, fomentar motines, disfrazarse de luchadores sociales o, simplemente sacarse unos votos extras en las elecciones, prometiendo algo que, saben, no van a conseguir: el respeto de los derechos de los pueblos indígenas.
La pintura de la mujer india, para el niño, quizá es tan próxima (o sea, tan lejana) como la imagen del tipo sentado al piano, ese que seguramente llevó una vida discreta, fue a misa los domingos, se peinó con gomina, vistió camisas almidonadas, y se dedicó con fervor a su piano y, en sus ratos libres, a su mujer y a sus ocho hijos.
Apuesto que un campo de fútbol vale más, para el niño, que todos los libros indigenistas escritos en la capital por los hijos de buena familia que estudiaron en Europa hace cien años, o que todos los discursos reivindicadores de los pueblos indígenas de los políticos de ahora.
Voto por el campo de fútbol.

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