domingo, 28 de agosto de 2011

010

Soissons, Francia, 2011

-- ¿Y a esta iglesia qué le pasó, la destruyeron en la Primera Guerra?
-- No, después de la Revolución Francesa fueron vendiendo las piedras.
-- ¡¿Qué?! Hasta donde llega la tontería humana.
--  A mí me gusta así, es diferente.
-- Bueno, la verdad es que le da un toque exótico; completa sería una catedral gótica cualquiera.
-- Justamente, si usted supiera la cantidad de turistas que vienen a verla.
-- Es algo así como la Gioconda con bigotes de Duchamp, sólo que diferente.
-- ¿Perdón?
-- O la propaganda de jeans con el David como modelo.
-- No le entiendo.
-- Que si uno lo ve con humor la cosa funciona, ¿no? Aquello de desmadrar lo sagrado por pura estupidez. Esta es una catedral de fachada, como la escenografía de una película, sólo que en vez de estar hecha de cartón sigue siendo de piedra. Se le puede dar vueltas a la idea de una iglesia que es sólo fachada.
-- Yo lo decía por otra cosa, a mí me parece romántica, como salida de una pintura del XIX.
-- Sería mejor entonces quitar el parquecito y dejar crecer el monte, o el bosque, mejor.
-- Ese justamente es un proyecto que se está discutiendo en la Mairie, convertir la zona en reserva natural y traer ciervos y lobos.
-- ¿Y la gente del pueblo está de acuerdo?
-- Tendrán que acostumbrarse o irse a otro sitio; de todas formas el pueblo se está quedando vacío de franceses. Para el año 2077 se espera que la única francesa, y eso es un decir, porque su madre nació en Portugal, que vivirá en el pueblo, es la hija de la conserje de la residencia que usted ve allá a la derecha.
-- ¿Y no harán nada para evitar que se vacíe el pueblo?
-- No, a mí me gustaría más así, sería romántico; un pueblo fantasma, como salido de una pintura del XIX.
-- O como si hubiera pasado la peste.
-- Eso, romántico, no como ahora, lleno de árabes y de africanos

sábado, 27 de agosto de 2011

009

Canal de Saint Martin, Paris, 2011

Juego: están esos cacharritos sin forma, que representan a dios; también están los cacharritos largos, que representan el trabajo, la cosecha, la riqueza; y por último, están los anillos, que representan la salud. Se meten los cacharritos y los anillos en una bolsa. Se da la bolsa al interesado para que la sacuda. Se vierte el contenido de la bolsa en un plato llano. Se voltea el plato regándose cacharritos y anillos por el suelo. Se estudia la disposición de cacharritos y anillos sobre el suelo. Se razona. Y entonces, sin certeza, pero con claridad, se conoce bien lo que no será.

domingo, 21 de agosto de 2011

008

Champagne, Francia, 2010

Es como si se hubieran quedado pensando en pasado. Como si de su lengua hubieran desaparecido, por desuso, los tiempos del presente y, mucho más, los del futuro. Al final, quizá tienen razón, todo lo sentido ya pasó, lo pensado, acaba de irse. Hace más, o menos tiempo, pero desde el momento en que nos damos cuenta de algo es porque ya fue.
Y según esa ley viven; cultivan sus uvas, preparan su vino, lo convierten en champaña, vendida a los mismos comerciantes que se la llevaron el año anterior.
Una curiosidad: los sembradíos no tienen cercas, no están protegidos; para qué si, de todos modos, no va a pasar nada. Todo lo que pasa es inevitable e irremediable, como ocurre siempre, con todas las cosas, que son parte del pasado.

007

Museo Metropolitano de Nueva York, EEUU, 2011

Desde Alemania ya venía con la idea de dormir entre las ruinas de un castillo medieval, no sé por qué. En Alemania ya lo había hecho dos veces, lo de dormir a la intemperie, dentro del saco; en el bosque, pero no entre ruinas. Tenía la teoría de que un tipo durmiendo solo en el bosque daba suficiente mala imagen como para que nadie se quisiera meter con él.
Miraba por la ventana el paisaje; estaba en el Peloponeso, no muy lejos de donde alguna vez estuvo la Arcadia. De pronto, en lo alto de una montaña, las ruinas de lo que parecía una fortaleza medieval, supuse que bizantina. Miré el reloj, las cinco de la tarde, medí qué hacer, si bajarme en la próxima estación y tratar de llegar a las ruinas para dormir, o seguir mi camino hacia Argos. Tenía que llegar a un sitio llamado Zevgolatio para hacer la conexión. ¿Te bajas o qué? Déjate de vainas; sigue a tu destino. Volví a mi libro y a la ventana.
Un poco más adelante el tren se detuvo. El letrero de la estación, debajo de las letras griegas, Zevgolatio. Cogí mis cosas y bajé. Una construcción sencilla en un pueblito olvidado y un tipo disfrazado de empleado de trenes. Como no había pantallas con información de horarios me acerqué a él una vez el tren se fue. Ya no recuerdo cómo conseguí preguntarle por la conexión a Argos, me respondió que pasaba a las once de la noche, y no a la hora que decía el horario que yo sostenía. Llegaría a Argos hacia las tres de la madrugada; o sea, a ver dónde duermes si llegas a esa hora. Cojonudo, decidí irme a buscar las ruinas que había visto por la ventana.
En sentido contrario caminé por las vías del tren. Media hora, o una hora, ya no recuerdo, y me rendí, no había ruinas cuando levantaba la vista. Mejor buscar donde dormir antes de que comience a anochecer.
Decidí subir la montaña, dejar detrás las granjas que me rodeaban. Salté un par de cercas y encontré un sendero que iba hacia arriba. Y allí, por sorpresa, en lo alto, vi las ruinas. Entusiasmado subí por el bosque de árboles bajos, de tierra pedregosa, rojiza.
Llegué, me acerque a las ruinas, una ventana abierta. Me asomé, en la pared, una pintura religiosa y velas. Era el cinco de junio de 1991, yo estaba cumpliendo ese mismo día 21 años. El verme allí, en esa ermita, después de aquella suma de improbabilidades (ganas de dormir entre las ruinas-ruinas de la montaña por la ventana del tren-siguiente estación Zevgolatio-error del horario de trenes-hora de llegada a Argos-reaparición de las ruinas-ventana y velas-día de cumpleaños), me sacudió la cabeza, como diciéndome, “si estás aquí es para que te des cuenta de algo, pimpollo”. Mareado de la impresión me acerqué al borde. Abajo, a unos cuarenta metros, mi sombra sobre la sombra de la muralla. Di la media vuelta y me alejé de la ermita, busqué un sitio escondido, y puse mi saco de dormir.

miércoles, 17 de agosto de 2011

006

Dordogne, Francia, 2011

Te ofende que me gastara mi herencia viajando, en vez de montar un pequeño negocio, como has hecho tú. Te digo por qué: yo sonrío, tú trabajas.

005

Rivera del Río Amarillo, China, 2006

La idea es que todo se puede relacionar, sea lo que sea.
Por un lado tengo una película muda (His Majesty the Scarecrow of Oz, de 1914), y por el otro una foto de un abuelo y su nieto hecha cerca del Río Amarillo, hace unos cinco años.
La película está allí porque leo una historia del cine y trato de ver cosas de la época que leo. Esta película es la adaptación de una de las secuelas que sacó el autor de El Maravilloso Mago de Oz cuando vio lo bien que le había ido con el primer librito. En lo que hasta ahora he visto de la película encontré a un rey que quiso casar a su hija con un tipo que le ofrecía joyas en una bandeja, pero la princesa se negó porque, en realidad, está enamorada del jardinero del palacio. Cuando el rey ve a la princesa abrazando al jardinero lo echa del palacio de mala manera y hace encerrar a la princesa en una cabaña bajo la vigilancia de una bruja malvada que, antes, había “violentamente capturado y esclavizado” a la pequeña Dorothy, una chica de Kansas (la misma que el ciclón lanzó en la tierra de Oz unos años antes, vaya suerte). En paralelo, y no pidan detalles porque no lo entendí bien (y eso que la película es muda), un hada dio vida a un espantapájaros que, hasta donde llegué, todavía no había podido bajarse de donde lo habían colgado. Al minuto doce el jardinero y Dorothy están buscando la manera de entrar a la cabaña donde la Bruja Malvada prepara una pócima para la princesa amarrada.
La foto aparece porque buscaba una imagen que me sirviera de excusa para escribir el número 004 de esta historia (ahora el número 005 porque me dejé el archivo en el trabajo y escribí otro número en casa, durante el fin de semana), un proyecto que me he montado para mover un poco la escritura, viendo a la novela que escribo avanzando muy lentamente por falta de tiempo, o de ideas (el trabajo con horario de oficina me da poca oportunidad para escribir, y las mil cosas para hacer en París me ocupan el resto). Entré a buscar una imagen al azar en un blog viejo y me encontré con este abuelo y su nieto. La foto fue hecha mientras caminaba desde un pueblo hasta el Río Amarillo, con el amigo que me acompañó por China, por una avenida en construcción. El viejo y su nieto estaban a la orilla de un inmenso estanque artificial, creo que usado para abastecer al pueblo. No recuerdo cómo conectamos con ellos, pero sí que pasamos un rato hablando por señas, mientras el niño trepaba por encima del viejo.
Entre el fragmento de película y la foto podría decir que el Reino de Oz es China, una tierra de riquezas sólo aparentes, un gran montaje, porque una vez sales de los barrios nuevos de rascacielos hecho con materiales baratos, te encuentras a un país pobre, mucho, dominado por un gobierno fuerte. Para que China se convierta en un país rico hace falta mucho más que un juego de efectos especiales. Pero ni el reino de Oz aparece en la película ni los rascacielos están en la imagen.
La relación tiene va por otro lado.

lunes, 15 de agosto de 2011

004

Pueblo andino, Ecuador, 2010

Si le hubiera preguntado al niño (que aparece corriendo y mirando a la cámara) si él es un indio, lo más probable es que me hubiera respondido con un insulto.
Al fondo está la imagen del indio idealizado, esa caricatura sabia, arrugada, pura, ancestral, que usan algunos políticos para  hacer la oposición, autonombrarse defensores de los oprimidos, manejar resentimientos, fomentar motines, disfrazarse de luchadores sociales o, simplemente sacarse unos votos extras en las elecciones, prometiendo algo que, saben, no van a conseguir: el respeto de los derechos de los pueblos indígenas.
La pintura de la mujer india, para el niño, quizá es tan próxima (o sea, tan lejana) como la imagen del tipo sentado al piano, ese que seguramente llevó una vida discreta, fue a misa los domingos, se peinó con gomina, vistió camisas almidonadas, y se dedicó con fervor a su piano y, en sus ratos libres, a su mujer y a sus ocho hijos.
Apuesto que un campo de fútbol vale más, para el niño, que todos los libros indigenistas escritos en la capital por los hijos de buena familia que estudiaron en Europa hace cien años, o que todos los discursos reivindicadores de los pueblos indígenas de los políticos de ahora.
Voto por el campo de fútbol.

martes, 9 de agosto de 2011

003

Junto a la Gare de l’Est, Paris, 2011

Piensas que si fuera rico tiraría mi fortuna alquilando un piso en París, junto a los Jardines de Luxemburgo, y otro en Nueva York, frente al Central Park; supones que compraría una galería de arte, aunque sólo dé pérdidas, y que haría de mecenas de más de un músico con genio; que construiría viviendas vistosas en Orchha, en Basha, en Ouidá, aunque no las ocupe y se las coma la selva, la nieve o el mar; que compraría un palacio renacentista en Ravello, aunque se esté cayendo; que celebraría fiestas exquisitas casi cada noche, allí donde me dé la gana de estar. No, si fuera rico no haría nada de esto. Simplemente lo escondería todo, cuidadosamente, para que no me vengas a mendigar.

domingo, 7 de agosto de 2011

002

Phnom Penh, Camboya, 2010

Primer escalón: la imagen está tomada desde la parte superior de unas escaleras de ladrillo; unos cuatro metros hacia abajo, tres niños miran a la cámara; uno de ellos, con los dedos extendidos, otro, parado de manos; algo más allá, sobre el muro-pasamanos, otros dos niños reposan; a ambos lados de la escalera dos esculturas de pie y, junto a la cámara, a la izquierda, dos personas bajan las escaleras; la más próxima mira directamente al objetivo, a primera vista parece una mujer joven pero, detallando, parece más bien un joven travestido.
Segundo escalón: la imagen tiene dos “instantes” separados; en el primero, a la derecha, el trío de niños que juegan con quien hace la foto; en su juego hay posturas exageradas (ir de cabezas) y gestos convencionales (las “V” típicas de los asiáticos en los dedos y las posturas del cuerpo, como de poster de películas de Jackie Chan); a su manera se burlan del fotógrafo mientras se burlan de ellos mismos con las extravagancias. El segundo instante, a la izquierda, lo produce la mirada del personaje ambiguo, un “efebo”, un adolescente que se prostituye a los turistas occidentales; el negocio es descifrar, más que su presencia (es probable que haya estado siguiendo al fotógrafo), la expresión de la mirada, ¿curiosidad por lo que hace el extranjero?, ¿busca ser visto para que haya un contacto?
Tercero: usando una lectura de símbolos un poco kitsh, la escalera, desde esta posición “dominante”, permite la unión entre los niños de las cabriolas, miserablemente vestidos, y el joven, vestido con un sweater de adolescente norteamericana, púrpura. A ambos lados, dos estatuas del Buda son testigos mudos del “antes y después”; los budas están de espaldas, como si no quisieran ver hacia el joven travestido.
Cuarto: estoy tratando de recordar el hotel donde me quedé en Phnom Penh, nada, está jodida mi memoria, y esto fue sólo hace poco más de un año. Sé que había llegado a la ciudad sin muchas expectativas, era una parada obligatoria en la ruta desde el Mékong hasta el mar. Por un plano de la ciudad supe el tamaño, con un día tenía bastante para caminarla casi completa. Desde que salí me sentí bien, era una versión “limpia” y reducida de Bangkok, pobre pero tranquila. Había leído que los norteamericanos la arrasaron a bombas, supongo que por eso ahora las calles son cuadriculadas, hechas con el modelo del urbanismo occidental. Por las fotos veo que ese día estuve, primero, en el Museo Nacional (simpático, montado como para visitas escolares), de allí pasé al Palacio Real, y luego llegué, supongo que gracias al mapa, hasta el parque.  Una loma coronada por un templo, y en las faldas, césped, caminos y escaleras. Un grupo de unas cincuenta personas formaban un círculo amplio cogiéndose de las manos; en el centro del grupo alguien, con los ojos vendados, trataba de alcanzar a otro guiándose (supongo, no entiendo el camboyano) por las voces de los participantes. Una mujer con un megáfono de vez en cuando dirigía el juego (¿síntomas comunistas?). Subí al templo, di un par de vueltas, hice algunas fotos, y decidí seguir mi paseo por la ciudad. Mientras bajaba hacia la calle por las escaleras principales del templo aparecieron los niños, al travestido sólo lo veo ahora.
Quinto: ayer había escogido, para el número 002, una foto en blanco y negro de un templo rodeado de árboles; iba a parodiar la relación templos en ruinas-blanco y negro-picturalismo cutre-cuento kitsh inspirado en las mil y una noches; luego decidí cambiar el templo por la escalera, esta imagen de la que sólo puedo recordar el “tono” que me producía el sitio. El “tono” de la foto, ahora, es otro, tiene que ver con la reunión más o menos azarosa de varios clichés en la imagen: los simpáticos niños pobres de los países subdesarrollados, la prostitución que genera un cierto tipo de turistas, la inocencia de la arquitectura, cemento y ladrillos decorado por budas simples, de “consumo rápido”, etc.