domingo, 12 de diciembre de 2010

seleccion suiza 1







fake


En mayo del 2009 estuve a punto de abandonar la maestría porque la agregada comercial de una embajada latinoamericana, compañera en la Sorbona, me propuso una sustitución en la recepción. Como era un puesto temporal no podía dejar el hotel; trabajaba de lunes a jueves en la embajada y de jueves a domingo en el hotel. Por suerte, una compañera de la Escuela me dijo que podía prolongar la maestría si presentaba un justificativo de trabajo, y eso hice, aunque sabía que si quedaba en la selección por el puesto en la embajada no podría continuar la maestría, por el horario. Pero no quedé, escogieron a una chica peruana.
Por esos días me llegó un correo de México, una estudiante me preguntaba si seguía con el doctorado sobre Diego Rivera porque ella necesitaba información de París. No respondí, tenía la cabeza en otro lado y muy poco tiempo para alguien que no conocía de nada; y aunque después de leer el correo pensé preguntarle qué quería exactamente, luego lo olvidé.
En octubre del 2009, cuando acababa de cumplir mi segundo año en París, me llegó otro correo electrónico de la misma persona; esta vez sólo me preguntaba si seguía haciendo el doctorado sobre “el Maestro Diego Rivera el Gran Muralista Mexicano”; la grandeza y las mayúsculas me dieron desconfianza pero le respondí que sí, que seguía investigando, que no era un doctorado, y que me disculpara por no haber respondido a su primer correo pero había tenido una época un poco complicada con el tiempo; le pregunté quién era y me puse a la orden, en un tono cortés pero frío.
Unos minutos después me llegó su respuesta, era una estudiante de la Universidad Autónoma de México que hacía un doctorado en letras; el tema de su tesis tenía que ver con la reconstrucción, a partir de datos reales, de un personaje central de una novela de Roberto Bolaño, Cesárea Tinajero. Me escribió que para ella era “fundamental” reconstruir las actividades de los mexicanos en París durante los “annés folles” [sic] porque allí estaba, me dijo, “la fuente y el verdadero origen del Realismo Visceral, o Infrarrealismo”; luego se extendió, de manera un poco florida, sobre el entusiasmo que le producía su investigación y lo importante que era para ella. Vale, cojonudo, pero, ¿yo qué pinto allí?
No le respondí inmediatamente, de hecho, no estaba muy seguro de querer responderle. Si hay algo que he aprendido con la soltería posterior al divorcio y París es, justamente, a no complicarme la vida con nada que no me dé gusto o que no sea realmente necesario.

Un ejemplo del tipo de cosas que pueden aterrar o dar risa: por una cifra azarosa esta historia siguió adelante. Que la estudiante mexicana me hablara de los années folles, y en mi cabeza apareciera la asociación con la década de los veinte, me decidió a escribirle una respuesta. Si me hubiera hablado del fin de siècle habría pensado en el art deco y, junto a sus mayúsculas, hubiera previsto una investigación cargada de florituras. Si, en cambio, se hubiera movido hacia delante diez o quince años, acercándose a la Segunda Guerra, hubiera pasado de largo para no meterme en algo deprimente.
Pero no, dio en el clavo. El de mis prejuicios, claro, en el de sólo ver lo que creo que me interesa e ignorar todo lo demás, sin darle tiempo a que se muestre. Entra un poco de vértigo pensar en la cantidad de decisiones que he tomado, y que seguiré tomando, a partir de tonterías; y después del vértigo la sonrisa cínica: ¿qué cambia, al final, si hubo o no respuesta; si continúa o no esta historia; si hay, o no hay, libro?

eurodisney







domingo, 5 de diciembre de 2010

fake



El tutor era un italiano de movimientos pausados, aire distante, mirada desconfiada, frases lentamente inteligentes, y aspecto de no lanzar un solo adoquín en mayo del 68, de haber estado, pero no estaba, porque en aquél momento tendría unos diez años y viviría en Roma; en realidad, tenía cara de no haber lanzado un solo adoquín en toda su vida.

En el interior del despacho había una reproducción del Juicio Final de la Capilla Sixtina; comenté alguna tontería sobre el autorretrato de Michelangelo versión pellejo, para hacerme el enterado, y él sonrió, como respondiendo “no digas chorradas”; luego me comentó que se había pasado los últimos cuatro años de su vida estudiando ese trabajo, y que seguramente tenía para un tiempo más. Me preguntó por el proyecto, le expliqué lo poco que pude, me soltó que no veía cuál era el tema, y luego me preguntó qué papel tenía que firmar para que yo se lo llevara a la directora de la maestría; se lo puse sobre el escritorio, firmó, le di las gracias y me fui.

Luego vino el verano con varias historias, pero ninguna tiene que ver realmente con ésta.

En octubre del 2008, cuando comenzaron las clases, pocos días después de cumplirse mi primer año en París, ocurrió el segundo hecho que me empujaría a escribir este libro. El lunes, entre nueve y once de la mañana, el tutor estuvo murmurando una parte de sus trabajos de interpretación iconográfica de la Capilla Sixtina; un análisis sutil de las distintas representaciones de los judíos junto a los arcos laterales; el tutor trabajaba sobre las diferencias a partir de las ropas, las expresiones, las posiciones de los personajes, las conexiones o desconexiones hipotéticas con los nombres de los ancestros de Cristo escritos junto a las representaciones de los judíos, y las relaciones con imágenes que pudieron caer en manos de Michelangelo. En aquella época yo había estado leyendo El Código Da Vinci para alimentar la parodia en mi novelita experimental, esa que había terminado de escribir aquel octubre; en el best seller el protagonista daba conferencias de iconografía por todo el mundo como si fuera un people, un personaje de la prensa rosa, un premio Nobel, un papa, un terrorista retirado, una cantante de moda, un cantante demodé, un torero corneado, un torero cornudo, una peluquera de celebridades, un autor de autoayuda o una estrella del deporte confesa como transexual; miré a mis compañeros de curso, no tenían mucho que ver con el público del protagonista del best seller; un poco más allá había una grieta enorme en la pintura de una pared. Después de la clase me fui con los cortesanos (tres estudiantes franceses, dos chicas italianas que hacían el doctorado con el tutor, y una profesora que había venido a dar una conferencia en un ciclo en el Louvre) hasta un café raído, muy parisino, que luego entendí hacía las veces de Salón de los Espejos para el tutor; un par de espejos sí que tenía el café, más antiguos que los de Versalles.
Mientras trataba de que mi chocolate caliente no siguiera extendiéndose por la mesa (la jarrita metálica desde la que lo pasaba a la taza soltaba el líquido de lado) el tutor me dio cita para hablar de mi trabajo esa tarde. Los estudiantes franceses se lamentaron otro rato de lo difícil que se estaba poniendo la obtención de becas; la conferencista del Louvre me habló de un artículo que preparaba sobre un proyecto de un artista norteamericano que había filmado una especie de epopeya, de unas cien horas, con imágenes medio satíricas, medio fascistas, un trabajo extraño y muy personal; el tutor se mantuvo ausente, usando su media sonrisa como, en su época, Luis XIV debió aprovechar sus pelucas, para ganar pompa y dignidad; las italianas hablaron de una salida el fin de semana por el canal de Saint Martin.
Después del café cada quién se fue a sus asuntos; yo decidí dar una vuelta para hacer tiempo antes de la cita con el tutor. Descubrí un par de galerías comerciales en las cercanías, con restaurantes de vidrio y madera, tiendas de antigüedades, boutiques deslucidas, y alguna librería con buenas ofertas, y aunque ya no cabía nada más en mi pisito enano no pude evitar comprar un libro sobre Graciela Itúrbide. Regresé y me senté a esperar que se abriera la puerta del tutor, hojeando un catálogo ilustrado.

Adentro, el tutor me recomendó que antes de comenzar mi tesina revisara en la Biblioteca Nacional qué investigaciones recientes había sobre los muralistas mexicanos, porque le parecía haber oído que varias personas habían estado trabajando, o trabajaban, sobre ellos, que tenía la impresión de que había una especie de moda con los muralistas, y que tratara de ponerme en contacto con las universidades y los investigadores para no repetir temas ni perder el tiempo en investigaciones gastadas. Es verdad, tenía razón, bajé las escaleras, le di la vuelta a la esquina en la otra calle y entré a la Biblioteca Nacional, un edificio ovalado con estantes de madera levantándose unos quince metros hasta una cúpula de vidrio, un edificio que parecía la escenografía de una película sobre un cuento de Borges que aún no se ha filmado, lástima.
Me dieron un papel con los requisitos para sacar (gratis) el carné de biblioteca y para ese día me asignaron un número provisional; me explicaron cómo usar las bases de datos; me senté frente a un ordenador y escribí “diego rivera”. 94 resultados: muchos catálogos de exposiciones, algunas obras que hablaban de Frida Khalo, unos trabajos sobre el muralismo mexicano, y varios textos relacionados directamente con Rivera. Anoté los datos de las investigaciones académicas y luego, en casa, preparé un mail.
Seis universidades. Una me respondió, un par de semanas más tarde, que sólo podían acceder a las tesis los estudiantes de esa universidad. Las demás no contestaron. Olvidé el asunto.

barcelona




miércoles, 1 de diciembre de 2010

fake


“Luis Marin
Degeneración de la utopía: Disneyland
Proposición:
Una utopía degenerada es una ideología transformada en mito.
Referencias:
1. La ideología es la representación de las relaciones imaginarias que los individuos mantienen con sus verdaderas condiciones de existencia.
2. La utopía es un lugar ideológico, es también un tipo de discurso ideológico.
3. La utopía es un lugar donde la ideología se pone en marcha; es una fase de la representación ideológica.
4. El mito es una narración que resuelve formalmente una contradicción social fundamental”.
Marin sumerge a Disneyland en un caldo de disolventes verbales, analizándola como una representación del sistema de valores dominantes norteamericanos y de las relaciones que los Estados Unidos mantienen con el mundo exterior; según él, el parque tiene una voluntad evidente de difusión ideológica.
Disneyland aparece como una especie de laberinto donde los visitantes actúan sin tener conciencia de que están siendo guiados a través de narraciones míticas que ofrecen soluciones ficticias a las contradicciones profundas y a las tensiones de la sociedad norteamericana. La oración me ha quedado demasiado larga, ya lo sé, pero es más o menos la síntesis de lo que decía el cuadernillo que regalaban en la entrada, con los textos de Marin y una introducción del tutor de mi proyecto, aunque no me di cuenta de que era él hasta que me preguntó qué me había parecido la exposición cuando me vio el cuadernillo en la mano, media hora más tarde, en su despacho, y yo le respondí algo así como que después de verla se me fue la ilusión que todavía me daba el parque, riéndome. Pero acabo con Disneyland antes de entrar al despacho del tutor.
Marin trabaja sobre el mapa del parque para llegar a los relatos (storytellings) fundamentales. El espacio exterior, el estacionamiento, árido y sin presencia humana, es el lugar donde los visitantes abandonan uno de los fetiches de la cultura norteamericana, el vehículo, en un espacio que recuerda a los barrios periféricos y a las zonas industriales de las grandes ciudades norteamericanas. El estacionamiento es el último lugar que el visitante ocupa antes de ingresar en la utopía. Existe una frontera cerrada entre este espacio exterior sin interés y el espacio interior, circular, poblado de maravillas.
La entrada al parque es el punto donde el dinero del mundo real es cambiado por “moneda” válida sólo en la utopía (cuando era niño, recuerdo, funcionaba de esta forma; ahora han eliminado el sistema; el trabajo de Marin es de los años setenta). Entregando su dinero el visitante gana la admisión a la utopía.
Una vez dentro, la Main Street USA comunica el punto de ingreso con el corazón del parque, el castillo, un edificio que presenta en tres dimensiones las imágenes bidimensionales de los cuentos infantiles. La conversión de las ilustraciones en objetos y personajes físicos es el sello de la utopía de Disney. La Main Street USA, además de introducir al visitante en la fantasía usando una falsificación (fake) de una ciudad norteamericana de finales del siglo XIX (el periodo en que terminó de formarse el país), es un espacio de intercambio donde el visitante puede usar su dinero del “mundo real” para adquirir productos de la utopía; el lugar donde se afirma la “verdad del consumo”, que es “la verdad” presente de forma oculta o evidente en todo el parque.
Para Luis Marin el mapa del parque presenta dos espacios definidos a izquierda y derecha del castillo. A la izquierda, los mundos de la frontera y de la aventura, que representan lo remoto en el tiempo y en el espacio; a la derecha, el mundo del futuro, que presenta, a escala reducida, la superioridad tecnológica norteamericana.
En el mundo de la frontera las narraciones giran alrededor de la conquista del oeste, justificando la lucha por la explotación de los recursos de una tierra habitada por salvajes (los indios norteamericanos, que son autómatas mecánicos idénticos a seres vivos, disolviendo el límite entre el ser vivo y la máquina). La frontera no es el límite, sino su trasgresión.
En el mundo de la aventura la distancia deja de ser temporal (como en el mundo de la frontera) y se vuelve geográfica; el visitante llega a tierras exóticas y peligrosas del mundo actual; en estos lugares hay caníbales que repiten los gestos de los indígenas del mundo de la frontera.
En cambio, en el mundo del descubrimiento, las tecnologías norteamericanas sirven para presentar un mundo próspero y deslumbrante, donde los enemigos a vencer ya no son los pueblos primitivos, sino las fuerzas de la naturaleza.
Marin identifica algunas narraciones recurrentes en las atracciones del parque:
La fantasía de la acumulación primitiva: en el pasado pre-industrial el enriquecimiento venía del saqueo, no de la producción.
La moral económica: la vida es un continuo intercambio, en la mayoría de las atracciones las historias giran alrededor de este hecho.
El mito del progreso tecnológico: los seres humanos se adaptan mecánicamente a los utensilios que les rodean, cada vez más abundantes y más sofisticados, aunque esencialmente la familia burguesa sigue siendo la misma, no importa el contexto.
Las máquinas y las criaturas: en la utopía la naturaleza es una simulación, porque la naturaleza real es primitiva y salvaje; pero, al mismo tiempo, en el laberinto que propone la utopía, la máquina es la realidad, tan válida como la naturaleza simulada.
El modelo reducido: lo que del lado izquierdo del parque son simulaciones de seres vivos, del lado derecho son escalas reducidas de objetos existentes, como cohetes espaciales o submarinos nucleares. La máquina vuelve a ser ese ente omnipresente que en la utopía sustituye a la realidad.
Lo hiperreal e imaginario: el parque ofrece, por un lado, la ilusión de un mundo que viene a ser una especie de fantasía infantil congelada y, por el otro lado, sumerge a los visitantes entre la multitud para dar la sensación de que todos son parte de un inmenso colectivo que fluye dentro del laberinto del parque. La fantasía de la utopía se cierra cuando el visitante regresa al exterior, al estacionamiento árido y masificado, reflejo de la realidad desprovista de magia del mundo industrial.

sábado, 27 de noviembre de 2010

eurodisney










fake

Proponía una comparación entre las herramientas visuales utilizadas por Vasari para narrar el Juicio Final en la catedral de Florencia y las que empleó Rivera para contar la historia de México en el Palacio Nacional, destacando los aspectos propagandísticos y didácticos de ambos trabajos. Intenté presentar la idea de forma clara, nombré a un par de teóricos, pero estaba consciente de que mi agujero principal era metodológico porque nunca antes había estudiado historia del arte; lo que sabía del tema me venía de lecturas azarosas hechas durante mis paseos autodidactas; además, siendo sincero, me dio pereza meterme en bibliotecas para preparar el proyecto. Lo traduje al francés como mejor pude, que fue usando un traductor de internet y luego corrigiendo según mi sano, aunque débil, juicio; fotocopié títulos, papeles y constancias para la directora de la maestría y lo metí todo en una carpeta.
L’Ecole de hautes études en sciences sociales está en el boulevard Raspail, cerca de donde toca con Montparnasse, en un edificio nuevo (criterio París, de hace treinta años), vecino de la sede principal de la Alianza Francesa. A la derecha quedan los restos del complejo original, un centro de investigación de la evolución animal o algo parecido, si uno le cree al pequeño mural rectangular que está al lado de la reja de entrada; este edificio debió ser construido poco después de que Rivera dejara París, hacia los años veinte. Allí encontré la oficina de la directora de la maestría, que debía tener, la directora, treinta años menos que el edificio. Nerviosa, muy delgada, arrugada, fríamente cortés, absolutamente francesa, la directora tenía todo el aspecto de haber lanzado más de un adoquín durante el mayo del 68. Cuando le dejé mi juego de copias le dio un vistazo rápido y me pidió que le mandara un mail para ver quién iba a ser el tutor de mi proyecto. El asunto de la inscripción como que era mucho más fácil de lo que esperaba. Le escribí unos días más tarde a la directora y me dio el nombre y la dirección electrónica de un investigador de un centro especializado en artes plásticas, independiente de la Escuela, pero relacionado con ella. Le escribí al posible tutor y quedamos para encontrarnos un día en su despacho.

La oficina del tutor estaba en un primer piso de una galería comercial de finales del XIX, reformada para funcionar como restaurante, sala de conferencias y centro de investigaciones de ciencias sociales. Para llegar a la galería caminando desde mi estudio enano atravesaba Raspail, Saint Germain, el Sena, y el Palais Royal, con sus jardines geométricos, fuentes, bancos, palomas y, lo mejor, los pasillos abiertos, paralelos al jardín, hechos de columnas y pisos con baldosas blancas y negras que se pierden hacia adelante, creando un efecto de irrealidad sacado de una pintura renacentista, sobre todo en invierno, cuando la luz entra de lado. No me hubiera sorprendido cruzarme con un ángel distraído, pasándose el rato inseminando a una virgen, como en Fra Angélico.
El centro de investigaciones mantenía el aire elegante, decadente, y un poco ridículo de las cosas que vienen de la segunda mitad del siglo XIX francés,  con una estatua en el centro de una plazoleta interna y una especie de cúpula de metal y vidrio. Para hacer tiempo, porque estaba llegando veinte minutos antes de la hora, entré a una sala que abría su puerta a la galería. Había una exposición sobre un tipo que estudiaba la representación del poder en la época del Louis XIV, y en la segunda parte se dedicaba a desmantelar conceptualmente a Disneyland:

viernes, 19 de noviembre de 2010

vargas llosa


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En realidad, hablar de “un libro que ya tenía montado” es una exageración; se trataba, más bien, de la prolongación de la técnica que había usado en una novela escrita durante mi último año en Barcelona y mi primer año en París, una narración de fragmentos unidos por un hilo oculto, como un collar de cuentas, mitad autobiografía y mitad pedantería, un proyecto que sacó de varios agentes literarios la misma respuesta: “con la crisis económica las editoriales están buscando narradores, no escritores”; no me pregunten qué quiere decir porque todavía no sé qué significa. Así, la maestría me servía para superar el síndrome post parto de la novela experimental (esa especie de hueco en el cerebro que queda después de acabar un proyecto largo, que lo mantiene a uno con la sensación de “y ahora qué hago”) y darme un aire para inventar algo diferente. Pero los aires se fueron expandiendo hasta llenar un par de años, lo que les dio un tufo de crisis creativa, o como se llamen esos periodos largos donde uno no sabe por dónde continuar.

-- ¿Pero por qué, joven, y disculpe que nos metamos en esto, no estudia usted algo que le pueda servir para cambiar de empleo, que le ayude a progresar, a tener éxito… O es que piensa usted quedarse trabajando como recepcionista de hotel toda la vida?
-- No toda la vida, pero ahora estoy a gusto, gano suficiente para viajar y estoy haciendo más o menos lo que quiero; además, conseguí establecerme en París, que es lo más importante.
-- ¿Y cuanto tiempo cree usted que puede seguir así, joven, no se da cuenta de que ya casi cumple los cuarenta años?
-- Sí, pero…
-- Se lo decimos por su bien, los días pasan rápido y cuando menos lo espere verá que ya no puede echar atrás, no debería perder el tiempo, se lo decimos por experiencia, créanos usted.
-- Justamente, es lo que yo pienso, hay que tratar de ocuparse con las cosas que uno quiere hacer, que si uno...
-- Joven, eso que usted dice está muy bien cuando uno comienza a vivir, pero a esta edad, ¿no debería usted haberse ya estabilizado?
-- Por eso, lo de recepcionista de hotel es un trabajo que se consigue fácilmente, sin importar la edad.
-- ¿Y usted se siente a gusto?
-- Me sirve para vivir donde quiero y más o menos como quiero.
-- Pero díganos sinceramente, ¿usted está a gusto trabajando como recepcionista de hotel?
-- No.

Pues nada, estuve mirando por Internet cuál era la oferta de maestrías “útiles” de la Sorbona y encontré una llamada Lenguas hispánicas aplicadas al mundo empresarial; aparecía como un master profesional, es decir, enfocado a la inserción laboral o algo parecido. Perfecto. Al día siguiente fui a averiguar, tenía que moverme rápido con los papeles pero era posible.
Durante una semana estuve a punto de abandonar la idea de hacer la maestría de la Escuela; luego pensé que por ese precio podía intentar hacer ambas, la maestría práctica y la bonita, dándole prioridad a la práctica. No tendría un solo día libre en la semana, entre las dos maestrías y el trabajo (de hecho, la de la Sorbona era de lunes a sábado, y me dispuse a hacer malabarismos con las materias donde no podría asistir, pero al inscribirme preferí no abrir la boca ni comentar nada de mi horario de trabajo), aunque me puse como regla que si el asunto se volvía demasiado pesado, si me sobrepasaba, abandonaría la maestría de la Escuela. Entonces me senté a escribir el proyecto de investigación.

lunes, 8 de noviembre de 2010

fake

Salí sonriente del edificio y subí por el boulevard Raspail relacionando cosas sueltas, tratando de ver dónde quería asomarse un tema de investigación.
En esos días había estado conversando con un amigo sobre la situación en Venezuela bajo el gobierno de Hugo Chávez; él me explicaba la magnitud del caos mientras que, para mí, la cuestión más importante era saber cómo, con semejante desastre, los niveles de popularidad del presidente seguían siendo relativamente altos. En este caso (y seguramente en muchos otros), la popularidad no tiene nada que ver con el buen o el mal gobierno, es, en gran parte, el trabajo de “comunicación e imagen” del régimen; resumiendo, en Venezuela el chavismo parece haber sabido jugar con las frustraciones y los resentimientos de los sectores más pobres de la población para disponer de ellos si necesita emplear la violencia para mantenerse en el poder. Entre camiones cargados de alimentos, cheques, y discursos insultantes o burlones se reparte en Venezuela el pan y el circo.
La fabricación de la imagen del régimen. Arte politizado, divulgativo, didáctico, propagandístico… Pensé que podía ser la manera de encajarle a la maestría lo que había estudiado de relaciones internacionales, derecho, y ese tipo de negocios, y lo que aprendí trabajando en publicidad. Pero la muestra de arte más representativa del chavismo que tenía en la cabeza era un graffiti que vi frente al Ateneo de Caracas: “Acosta Carlés, erúctalos otra vez” (Acosta Carlés era un militar cercano a Chávez que allanó una embotelladora, entregó al “pueblo” lo que había en los depósitos, y abrió la ronda de preguntas para la televisión con un sonoro eructo). El tono chabacano que escogió la Revolución Bolivariana, en ese momento, me revolvía unas cuantas cosas, sobre todo las tripas; preferí no meterme con él, “por ahora”.
Del graffiti del eructo pasé, lógicamente, a la pintura mural, e inmediatamente pensé en la Capilla Sixtina; pero no, desechada, seguramente ya hay demasiada literatura sobre ella. Recordé entonces, en la catedral de Florencia, la cúpula con el fresco que siguiendo la tradición medieval representaba, de un lado, las bondades del cielo, y del otro, las maldades del infierno; es una pintura simpática, especialmente el infierno, con sus monstruos de mirada ingenua y sus torturados de expresión asustada, obra de Giorgio Vasari, el biógrafo de los artistas italianos del Renacimiento; la pasarela que rodeaba la cúpula sirvió durante media hora únicamente para sostenerme; tranquilo, en la soledad, me entretuve paseándome entre las figuras, como embrujado, hasta que me echaron porque llegó la hora de cerrar.
La pintura al fresco como soporte propagandístico, herramienta de adoctrinamiento, narración didáctica; perfecto, ya tenía algo. Una comparación, quizá, pero con qué. Pinturas murales adoctrinadoras no cristianas. Las cuevas que vi en Ajanta con las historias de los dioses de la India; quizá podía buscar coincidencias en la manera como los frescos enviaron sus mensajes en ambas religiones y a varios siglos de distancia, pintados por escuelas de pensamiento y de arte desconectadas; pero en realidad, ¿qué tenía que ver yo con todo eso?, ¿cuál era mi ventaja comparativa frente, no sé, a un investigador indio? Pensé saltar a las estelas antiguas apretadas de reyes y soldados asirios o persas, aprovechando todo lo que guarda el Louvre, pero no, sin haber estudiado arqueología o historia volvía a estar demasiado lejos. ¿Entonces por qué no trabajar sobre algo moderno, quizá la obra de algún latinoamericano? Y entonces apareció Rivera, claro, los recuerdos coloridos y sólidos de sus frescos.
En el 2005 pasé un par de semanas en México DF y el trabajo de Rivera en las escaleras del Palacio Nacional me marcó. Nunca me había hipnotizado así una pintura, todo el campo visual cubierto por las manchas de color, por las líneas; durante algunos minutos me sentí en el medio de la lucha entre los conquistadores españoles y los guerreros aztecas, bajo la mirada de los personajes que Rivera escogió para reconstruir la historia de México. La maestría de la Escuela me daba la posibilidad de poner esa obra bajo el microscopio, un ejercicio prometedor por varias razones: primero, la propia fuerza de la pintura; segundo, la admiración por el trabajo mural de Diego Rivera; y tercero, el atractivo de su biografía, que ocupaba la primera mitad del siglo XX e incluía al París de las vanguardias, un lugar y un momento que guardo en el cuerpo desde que leí una historia universal del arte cuando comenzaba mi adolescencia. Lo que nunca imaginé fue que a partir de la investigación llegaría, por azar o destino o las dos cosas juntas, por una serie de circunstancias verdaderamente extrañas, a abandonar un libro que ya tenía montado para escribir otro del que todavía no conozco el final.

cambodia





jueves, 4 de noviembre de 2010

in progress


Llegué a París hace exactamente tres años, después de haber pasado exactamente nueve en Barcelona y algo más de veintiocho en Venezuela. Me vine sin más razón que mi voluntad, arrastrado por mis tripas. Después de divorciarme, sin nada que realmente me atara a Barcelona, decidí intentar cumplir una vieja obsesión: vivir en esta ciudad, mi preferida entre todas las que he pisado, un lugar que para mí, como para tantas personas, genera una especie de canto de sirena: mientras más la visitaba, más fuerte era el impulso que me arrastraba a ella. Por suerte había leído la historia de Ulises y sabía que el riesgo de estrellarme contra las rocas era grande; así que, en lugar de taponarme las orejas con cera, me taponé el CV con un trabajo que nunca había hecho pero preveía que podría ayudarme para sobrevivir en París, el de recepcionista de hotel. Efectivamente, estuve trabajando como recepcionista el año anterior al salto y, sí, la idea sirvió, porque tres semanas después de mi llegada comencé mi primer empleo en París, del que fui justificadamente despedido tres semanas después por problemas con mi francés al recibir las llamadas telefónicas. Durante el mes de diciembre vi de cerca en las noches de insomnio las rocas con los restos de naufragios, pero tuve la suerte de comenzar el 2008 en un segundo empleo, y al mes pasé a otro hotel con un horario que me convenía, trabajaba de jueves en la tarde a domingo en la noche, jornada concentrada, de siete de la mañana a siete de la tarde, lo que me dejaba la mitad “útil” de la semana libre.
En esa mitad “útil” de la semana caminé París de un extremo a otro, hice viajes por Francia y por ciudades sueltas de Europa, fui a bares, exposiciones, conciertos, obras de teatro, conferencias y, justamente, en una de ellas, ocurrió el primer episodio de la cadena que acabaría llevando a la frase que en este momento estoy por escribir. Fui a la Maison de l’Amerique Latine por una conferencia sobre la influencia de mayo del 68 francés en Latinoamérica (se estaba celebrando, justamente, el 40 aniversario). Hablaron tres personas, una invitada argentina que no dijo nada nuevo, un periodista francés que soltó algún dato interesante, y una profesora joven, también francesa, que hizo un análisis curiosamente inteligente sobre cómo lo que decían los diarios franceses era convertido en literatura por los escritores latinoamericanos. Cuando acabó la conferencia me acerqué para felicitarla y le pregunté en qué universidad daba clases (me había estado pasando por la cabeza la idea de meterme a cursos sueltos como oyente). Me habló de la Ecole de hautes études en sciences sociales, anoté el nombre y, unos días después, encontré el papel arrugado en el bolsillo de un pantalón. Busqué por Internet, anoté la dirección, decidí pasar a preguntar al día siguiente, aprovechando que el edificio administrativo me quedaba a unas calles de casa, bajando por la rue de Cherche Midi, camino hacia Saint Germain y el centro.

Al día siguiente estaba frente al edificio, años noventa, de vidrio y metal, rodeado de jardines, haciendo esquina entre construcciones de principios del siglo XX; tras ver el aire lujoso del lugar, sin muchas esperanzas le pregunté al recepcionista por las oficinas de la Escuela. Subí el ascensor pensando cómo pagar los estudios, si realmente quería sacrificar mis viajes para hacer otra maestría, hasta que, al entrar a la oficina minúscula donde se apretaban tres personas y rumas tambaleantes de libros y papeles, recuperé las esperanzas. Y sí, el aire de oficina pública era correcto, el precio de la maestría era un chiste, menos de trescientos euros al año; los estudios son subsidiados por el Estado francés; lo importante, para ser admitido, era presentar un buen proyecto de investigación.
Teoría y práctica del lenguaje y las artes, “no me preguntes qué quiere decir porque todavía no sé qué significa”, respondía cada vez que alguien quería saber de qué iba la maestría.

champagne






domingo, 31 de octubre de 2010

in progress

EXTERIOR. NOCHE. CALLE DE FINALES DEL SIGLO XIX
Fiesta de pueblo mexicano: niños, gallinas, mujeres, perros, hombres y ancianos moviéndose de un extremo a otro de la pantalla, la mayoría vestidos con sencillez, casi todos con actitud despreocupada.
En lugar de música, voces o gritos de niños, se escuchan llantos y lamentos de mujeres.
La cámara  retrocede, la vista de la calle está enmarcada por la ventana de una habitación.

INTERIOR. DORMITORIO AMPLIO DE UN CASERÓN ANTIGUO
A la izquierda de la ventana una cama donde dos mujeres amortajan a otra, comenzando por los pies. A la derecha de la ventana un hombre mira el suelo mientras otro susurra frases de las que sólo se alcanza a oír palabras sueltas: “viaje”, “esferas”, “hermanos”; la ropa de ambos hombres, con chalecos y leontinas, contrasta con la sencillez de las mujeres que lloran y amortajan.
El sonido de una puerta que se abre. Aparece una mujer, vestida también pobremente. Lleva en brazos a dos recién nacidos. Tiene los ojos llorosos.
MUJER CON NIÑOS.- Señor, ¿sus hijos pueden despedirse de… --hace un gesto hacia la cama.
El hombre que mira el suelo no reacciona; su acompañante afirma ligeramente con la cabeza.
La mujer con los niños se acerca a la cama, se inclina, y grita:
MUJER CON NIÑOS.- ¡Está viva! ¡La señora está viva!
Las mujeres dejan  de amortajar, el hombre que mira el suelo levanta la cabeza, el otro frunce el ceño.
MUJER CON NIÑOS.- ¡Se lo juro por la Virgencita, la señora está viva, me está oyendo!
El hombre que miraba el suelo sigue inmóvil, como en shock, el otro camina rápidamente hasta la cabecera de la cama, coge una vela de la mesa de noche, la acerca a la cara de la mujer que estaba siendo amortajada. Se incorpora todavía con el ceño fruncido.
HOMBRE DEL CEÑO FRUNCIDO.- Quítenle eso --señala la mortaja.
En primer plano un pie liberado de la mortaja. Unas manos de mujer lo sostienen, unas manos de hombre encienden una cerilla. El fuego de la cerilla sobre el talón; uno, dos, tres, cuatro segundos, hasta que se apaga y vemos que se ha formado una ampolla. La cerilla cae de los dedos inmóviles.
HOMBRE DEL CEÑO FRUNCIDO.- Diego, sí, tu mujer está viva.
El hombre que miraba el suelo corre a la cabecera de la cama, gritos de agradecimientos celestiales de las mujeres que amortajaban, revuelo en el cuarto y, mientras tanto, asomada a la ventana, una niña disfrazada de la Muerte (la Catrina, como en El sueño de la Alameda), ha estado mirándolo todo y, en algún momento, da media vuelta y se va.

Éste tendría que haber sido el inicio del libro, pero no lo es. Como dicen, a veces las cosas adquieren vida propia y entonces ya no hay nada que hacer. El libro que pienso escribir, en realidad, ha sido escrito por alguien que no conozco, alguien que fue asesinado en 1929, yo he nacido cuarenta años después.
También es posible que todo esto sea un engaño, o para decirlo más elegantemente, una ficción; pero si es así me limpio la conciencia sabiendo que he sido víctima del fraude mucho antes que ustedes. La artesana de la historia sería una tercera persona que sólo conozco a través de correos electrónicos, de quien más adelante hablaré .

La escena de la habitación y la mortaja la escribí para abrir una novela sobre Diego Rivera, el muralista mexicano ahora más conocido por sus dos matrimonios con Frida Khalo que por haber sido uno de los pintores más respetados de su tiempo, no muy lejos, en fama, de su amigo durante los años en Montparnasse, Pablo Picasso.
Un fresco de Rivera fue el tema de tesis de una maestría que defendí hace un par de semanas. La sede de la maestría estaba ubicada, casualmente, a un par de calles del lugar donde vivió Rivera durante los años de complicidad con Picasso, junto a la estación de trenes de Montparnasse. Y para seguir con las casualidades, yo mismo vivo, desde hace tres años, en un estudio minúsculo que hace espejo con el que debió ocupar Rivera: el mío está en el número 18 de la rue de l’Arrivée (a la izquierda, saliendo de la estación de trenes), y el de Rivera ocupaba el número 23 de la rue de Depart (a la derecha, saliendo de la estación de trenes); aunque el edificio que corresponde a ese número fue demolido y ahora hay una sucursal de Galerías Lafayette.
Pero no es de Rivera que quiere hablar este libro, sino de un amigo suyo, un hombre que, veinte años antes de que saliera el Granma (el pequeño barco que llevó desde México hasta Cuba al Che Guevara y a Fidel), estaba organizando una expedición con el mismo objeto: encender la revolución comunista en la isla para acabar con el dictador de turno, en aquel momento, Gerardo Machado.
De este revolucionario tuve noticia, por primera vez, leyendo una “autobiografía” de Rivera; luego el personaje volvió a aparecer en una biografía sobre el muralista y, finalmente, me encontré con él de la manera más rocambolesca que pueda imaginarse, a través de una persona que investigaba la vida de una mujer que nunca existió, Cesárea Tinajero, un personaje inventado por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Pero mejor voy por orden, porque veo que el asunto tiende a complicarse.

cambodia






lunes, 18 de octubre de 2010

La epopeya del pueblo mexicano (memoria de maestría)



Esta investigación busca separar los hilos que conforman la trama de uno de los proyectos pictóricos más ambiciosos de Diego Rivera, La epopeya del pueblo mexicano. La pintura, que acompaña las escaleras principales del Palacio Nacional de México (uno de los edificios simbólicamente más importantes del país), narra la historia de México desde el tiempo de los toltecas hasta el futuro que seguirá a la revolución comunista, según el autor.
A primera vista, la obra es una multiplicación aparentemente confusa de enfrentamientos violentos y de personajes; luego, cuando se mira con más detalle, queda claro que se compone de escenas relativamente autónomas. Una vez pasa el efecto hipnótico que producen los colores, las líneas, y las figuras que cubren la totalidad del campo visual, comienza el proceso de decodificación de los mensajes que Rivera presenta.
Evidentemente, como todo trabajo artístico complejo, La epopeya del pueblo mexicano es una obra abierta, ambigua (en el sentido que plantea Umberto Eco, 1965), que se niega a ser entendida bajo una sola relación de significante a significado. Sin embargo, La epopeya del pueblo mexicano intenta ser, antes que nada, un trabajo didáctico, universalmente comprensible que, según Rivera, debe servir para difundir el mensaje de la revolución comunista[1]; según esta propuesta, todo, en la obra, transmite claramente el mensaje revolucionario pero, ¿hasta qué punto Rivera es fiel a su idea? Hay algunos hechos que apuntan a favor de una interpretación mucho más compleja.
Por una parte, la vida de Rivera se caracterizó por la inestabilidad: psicológica (pasaba etapas de depresión severa), geográfica (saltó de un continente a otro, y  de un lado a otro de la frontera, con relativa frecuencia), y sentimental (es casi imposible conocer el número de sus amantes, y compartió su techo con cuatro mujeres durante largos periodos sucesivos de su vida) pero, curiosamente, hay dos aspectos excepcionalmente estables en el artista: su estilo de pintura (al que llegó cuando tenía algo más de treinta años), y sus creencias políticas (a las que llegó un poco antes). Rivera se aferró a la doctrina marxista con la fe del converso, y no cambió sus ideas a pesar de haber sido expulsado dos veces del partido comunista, de haberse llevado una impresión terrible de la Rusia de Stalin, y de haber hecho amistad con algunos de los grandes capitalistas de los Estados Unidos. En su caso, las ideas políticas dictaron la búsqueda estética: un mensaje universalmente comprensible, destinado a llegar a personas sin formación artística; enviado bajo una cobertura pictórica de un gran nivel técnico, producto de la pasión que Rivera sintió por la pintura durante toda su vida.
Por otro lado, Rivera prefería la libertad creativa que intelectualizar la obra (…); de hecho, fuera de los temas que tenían que ver estrictamente con la técnica plástica, Rivera no fue un hombre de discursos cuidadosamente estructurados, como lo demuestra su obra escrita.
Estos, entre otros hechos, convierten a La epopeya del pueblo mexicano en una obra libre que, sin traicionar su vocación didáctica, incorpora elementos que reflejan las creencias personales del autor y las influencias, biográficas e históricas, del momento en que Rivera fijó los pigmentos a los muros.
Para intentar aclarar cuánto hay de propaganda política y cuánto de interpretación personal en esta enorme narración de la historia de México, he dividido la investigación en dos partes: en la primera, la mirada se dirige hacia el exterior de la pintura; en la segunda, la mirada busca en su interior.
El primer capítulo resalta, en unas pocas páginas, los elementos que convierten al Palacio Nacional de México en una referencia simbólica, repasando la historia del edificio desde que fue levantado por órdenes de Hernán Cortés hasta que recibió las últimas reformas, justamente cuando se le encarga a Rivera decorar las paredes interiores del edificio.
El segundo capítulo busca en la historia de México las fuerzas que dominan al país una vez acabada la revolución (el momento en que Rivera regresa de Europa). La idea es contrastar las líneas de una situación extremadamente compleja, entre un gobierno que se asocia al principal sindicato para eliminar a sus oponentes políticos con técnicas de gángster, y otro gobierno que primero recupera, y luego deshecha y traiciona, los principios de la revolución.
El tercer capítulo traza la biografía de Rivera hasta el momento en que pinta La epopeya del pueblo mexicano, atravesando la niñez del hijo de un funcionario de provincia; la formación de un adolescente obeso y tímido que se refugia en la pintura; la vida de un artista bohemio, a principios del siglo XX, en México DF, Madrid, y París; y el regreso a México, con los malabarismos que Rivera ejecuta para convertirse en el pintor de la corte.
El cuarto capítulo (el primero de la segunda parte) se desplaza por la obra con una mirada carente de referencias, esa que propone Panofsky (1967) como el primer nivel de aproximación a la obra plástica.
Finalmente, el quinto capítulo utiliza la iconografía para llegar a las ideas que transmiten las figuras representadas, intentando combinar la historia[2], la biografía[3], y el arte[4]. Este capítulo avanza entre las ideas que nacen de la obra como totalidad (la interpretación del tiempo histórico como un fenómeno cíclico, por ejemplo), y las que sugieren las escenas individuales (la condensación del carácter nacional en la figura de El Mestizo, el hijo de Cortés y La Malinche, por ejemplo).
Las razones que me han llevado a escoger esta obra de Rivera como objeto de estudio tienen que ver, en primer lugar, con el fuerte impacto artístico que sentí cuando, en el año 2005, visité el Palacio Nacional de México. No puedo decir cuánto tiempo me quedé hipnotizado por la fuerza expresiva del mural, rodeado de las figuras y de los colores, sorprendido por lo acertado de la composición (no importa dónde se dirija la mirada, la pintura mantiene siempre su ritmo), pero la sensación de asombro me marcó y he aprovechado la oportunidad que me ofrece el master de Teoría y práctica del lenguaje y las artes de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales para recorrer la obra, ahora con lentitud y detalle.
Por otra parte, tengo la sensación de que Rivera, como pintor, durante los últimos años ha sido injustamente olvidado. Se ha llegado a un punto en que la gente de la calle sabe de él básicamente por haber estado casado con Frida Khalo. A mediados del siglo XX Rivera era considerado el mejor muralista del mundo y uno de los más importantes pintores contemporáneos. La fuerza expresiva de su pintura, y su altísima calidad técnica, le dieron fama internacional, incluso dentro de ambientes donde sus creencias políticas estaban vetadas. El Museo de Arte Moderno de Nueva York, por ejemplo, dedicó a Rivera su segunda gran retrospectiva individual, después de Matisse, otro de los grandes pintores del siglo XX. No puedo decir exactamente cuáles son las razones que han puesto a la pintura de Rivera bajo la sombra, pero sospecho que tienen que ver con sus creencias políticas. En todo caso, veinte años después de la caída del muro de Berlín, y tras haberse llegado a una situación de desinterés generalizado por la política, habría que manejar los contenidos propagandísticos comunistas de Rivera con la misma perspectiva que se tiene frente a la propaganda católica en un pintor como El Greco. Pienso que es un buen momento para regresar a los muralistas, y en particular a Rivera, reconociendo su impresionante calidad pictórica y su riqueza expresiva. Afortunadamente, noto, por la aparición de publicaciones y de otras investigaciones, que no estoy solo al pensar de esta manera.
La base teórica, la concepción práctica de lo multidisciplinario, la desarrollé durante los dos años de estudios en la EHESS. Mi formación tiene relación fundamentalmente con el derecho, las relaciones internacionales, y la literatura; entrar de lleno a analizar una obra plástica ha sido un reto interesante y exigente. En este sentido, el contacto directo con el trabajo y con el estilo de algunos profesores de la maestría ha sido fundamental. La intuición, la sutileza, el olfato, y la agudeza, cuando se analiza una obra plástica, ha despertado mi curiosidad y me ha animado a avanzar en la investigación. Evidentemente las lagunas metodológicas y conceptuales en relación con las artes plásticas son prácticamente inevitables; trato de compensarlas apelando a mis estudios políticos y a las vivencias y el conocimiento que tengo de Latinoamérica (nací y viví 28 años en Venezuela). En todo caso, he intentado ser honesto, y evitar la tentación de recubrirme de citas y teorías que, realmente, todavía estoy en proceso de asimilar.
Si esta investigación puede servir para despertar, o aumentar, el interés del lector por la impresionante obra de Diego Rivera, aportando ideas que enriquezcan el contacto con su trabajo, yo me daré por satisfecho.
Cierro agradeciendo el ejemplo de sutileza y penetración de los análisis de Giovanni Careri; la muestra de equilibrio y lucidez de las interpretaciones de Brigitte Derlón; la fluidez y el brillo de las divagaciones de Philippe Roger; la solidez y la inteligencia de las teorías de Jean Marie Schaeffer, y el empeño y el gusto por el conocimiento del resto de los profesores.


[1] Rivera creía que todo arte era político, y que el buen arte debía servir para despertar la conciencia política (…)
[2] Desde cuatro ángulos: 1. La historia de México como se entendía en el momento de gestarse la obra. 2. La historia de México como se entiende ahora. 3. Las fuerzas que dominaban México al momento de pintar el fresco, y que influyeron en su concepción. 4. La visión que Rivera tuvo de la historia de México.
[3] La biografía que Rivera fabricó del personaje Rivera, recogido en el libro autobiográfico de …, y la biografía que un especialista preparó de Rivera como ser humano.
[4] Aprovechando los textos clásicos de Panofsky junto a los autores contemporáneos (Daniel Arasse, Umberto Eco, Michel Foucault, Roland Barthes, entre otros).