lunes, 18 de octubre de 2010

La epopeya del pueblo mexicano (memoria de maestría)



Esta investigación busca separar los hilos que conforman la trama de uno de los proyectos pictóricos más ambiciosos de Diego Rivera, La epopeya del pueblo mexicano. La pintura, que acompaña las escaleras principales del Palacio Nacional de México (uno de los edificios simbólicamente más importantes del país), narra la historia de México desde el tiempo de los toltecas hasta el futuro que seguirá a la revolución comunista, según el autor.
A primera vista, la obra es una multiplicación aparentemente confusa de enfrentamientos violentos y de personajes; luego, cuando se mira con más detalle, queda claro que se compone de escenas relativamente autónomas. Una vez pasa el efecto hipnótico que producen los colores, las líneas, y las figuras que cubren la totalidad del campo visual, comienza el proceso de decodificación de los mensajes que Rivera presenta.
Evidentemente, como todo trabajo artístico complejo, La epopeya del pueblo mexicano es una obra abierta, ambigua (en el sentido que plantea Umberto Eco, 1965), que se niega a ser entendida bajo una sola relación de significante a significado. Sin embargo, La epopeya del pueblo mexicano intenta ser, antes que nada, un trabajo didáctico, universalmente comprensible que, según Rivera, debe servir para difundir el mensaje de la revolución comunista[1]; según esta propuesta, todo, en la obra, transmite claramente el mensaje revolucionario pero, ¿hasta qué punto Rivera es fiel a su idea? Hay algunos hechos que apuntan a favor de una interpretación mucho más compleja.
Por una parte, la vida de Rivera se caracterizó por la inestabilidad: psicológica (pasaba etapas de depresión severa), geográfica (saltó de un continente a otro, y  de un lado a otro de la frontera, con relativa frecuencia), y sentimental (es casi imposible conocer el número de sus amantes, y compartió su techo con cuatro mujeres durante largos periodos sucesivos de su vida) pero, curiosamente, hay dos aspectos excepcionalmente estables en el artista: su estilo de pintura (al que llegó cuando tenía algo más de treinta años), y sus creencias políticas (a las que llegó un poco antes). Rivera se aferró a la doctrina marxista con la fe del converso, y no cambió sus ideas a pesar de haber sido expulsado dos veces del partido comunista, de haberse llevado una impresión terrible de la Rusia de Stalin, y de haber hecho amistad con algunos de los grandes capitalistas de los Estados Unidos. En su caso, las ideas políticas dictaron la búsqueda estética: un mensaje universalmente comprensible, destinado a llegar a personas sin formación artística; enviado bajo una cobertura pictórica de un gran nivel técnico, producto de la pasión que Rivera sintió por la pintura durante toda su vida.
Por otro lado, Rivera prefería la libertad creativa que intelectualizar la obra (…); de hecho, fuera de los temas que tenían que ver estrictamente con la técnica plástica, Rivera no fue un hombre de discursos cuidadosamente estructurados, como lo demuestra su obra escrita.
Estos, entre otros hechos, convierten a La epopeya del pueblo mexicano en una obra libre que, sin traicionar su vocación didáctica, incorpora elementos que reflejan las creencias personales del autor y las influencias, biográficas e históricas, del momento en que Rivera fijó los pigmentos a los muros.
Para intentar aclarar cuánto hay de propaganda política y cuánto de interpretación personal en esta enorme narración de la historia de México, he dividido la investigación en dos partes: en la primera, la mirada se dirige hacia el exterior de la pintura; en la segunda, la mirada busca en su interior.
El primer capítulo resalta, en unas pocas páginas, los elementos que convierten al Palacio Nacional de México en una referencia simbólica, repasando la historia del edificio desde que fue levantado por órdenes de Hernán Cortés hasta que recibió las últimas reformas, justamente cuando se le encarga a Rivera decorar las paredes interiores del edificio.
El segundo capítulo busca en la historia de México las fuerzas que dominan al país una vez acabada la revolución (el momento en que Rivera regresa de Europa). La idea es contrastar las líneas de una situación extremadamente compleja, entre un gobierno que se asocia al principal sindicato para eliminar a sus oponentes políticos con técnicas de gángster, y otro gobierno que primero recupera, y luego deshecha y traiciona, los principios de la revolución.
El tercer capítulo traza la biografía de Rivera hasta el momento en que pinta La epopeya del pueblo mexicano, atravesando la niñez del hijo de un funcionario de provincia; la formación de un adolescente obeso y tímido que se refugia en la pintura; la vida de un artista bohemio, a principios del siglo XX, en México DF, Madrid, y París; y el regreso a México, con los malabarismos que Rivera ejecuta para convertirse en el pintor de la corte.
El cuarto capítulo (el primero de la segunda parte) se desplaza por la obra con una mirada carente de referencias, esa que propone Panofsky (1967) como el primer nivel de aproximación a la obra plástica.
Finalmente, el quinto capítulo utiliza la iconografía para llegar a las ideas que transmiten las figuras representadas, intentando combinar la historia[2], la biografía[3], y el arte[4]. Este capítulo avanza entre las ideas que nacen de la obra como totalidad (la interpretación del tiempo histórico como un fenómeno cíclico, por ejemplo), y las que sugieren las escenas individuales (la condensación del carácter nacional en la figura de El Mestizo, el hijo de Cortés y La Malinche, por ejemplo).
Las razones que me han llevado a escoger esta obra de Rivera como objeto de estudio tienen que ver, en primer lugar, con el fuerte impacto artístico que sentí cuando, en el año 2005, visité el Palacio Nacional de México. No puedo decir cuánto tiempo me quedé hipnotizado por la fuerza expresiva del mural, rodeado de las figuras y de los colores, sorprendido por lo acertado de la composición (no importa dónde se dirija la mirada, la pintura mantiene siempre su ritmo), pero la sensación de asombro me marcó y he aprovechado la oportunidad que me ofrece el master de Teoría y práctica del lenguaje y las artes de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales para recorrer la obra, ahora con lentitud y detalle.
Por otra parte, tengo la sensación de que Rivera, como pintor, durante los últimos años ha sido injustamente olvidado. Se ha llegado a un punto en que la gente de la calle sabe de él básicamente por haber estado casado con Frida Khalo. A mediados del siglo XX Rivera era considerado el mejor muralista del mundo y uno de los más importantes pintores contemporáneos. La fuerza expresiva de su pintura, y su altísima calidad técnica, le dieron fama internacional, incluso dentro de ambientes donde sus creencias políticas estaban vetadas. El Museo de Arte Moderno de Nueva York, por ejemplo, dedicó a Rivera su segunda gran retrospectiva individual, después de Matisse, otro de los grandes pintores del siglo XX. No puedo decir exactamente cuáles son las razones que han puesto a la pintura de Rivera bajo la sombra, pero sospecho que tienen que ver con sus creencias políticas. En todo caso, veinte años después de la caída del muro de Berlín, y tras haberse llegado a una situación de desinterés generalizado por la política, habría que manejar los contenidos propagandísticos comunistas de Rivera con la misma perspectiva que se tiene frente a la propaganda católica en un pintor como El Greco. Pienso que es un buen momento para regresar a los muralistas, y en particular a Rivera, reconociendo su impresionante calidad pictórica y su riqueza expresiva. Afortunadamente, noto, por la aparición de publicaciones y de otras investigaciones, que no estoy solo al pensar de esta manera.
La base teórica, la concepción práctica de lo multidisciplinario, la desarrollé durante los dos años de estudios en la EHESS. Mi formación tiene relación fundamentalmente con el derecho, las relaciones internacionales, y la literatura; entrar de lleno a analizar una obra plástica ha sido un reto interesante y exigente. En este sentido, el contacto directo con el trabajo y con el estilo de algunos profesores de la maestría ha sido fundamental. La intuición, la sutileza, el olfato, y la agudeza, cuando se analiza una obra plástica, ha despertado mi curiosidad y me ha animado a avanzar en la investigación. Evidentemente las lagunas metodológicas y conceptuales en relación con las artes plásticas son prácticamente inevitables; trato de compensarlas apelando a mis estudios políticos y a las vivencias y el conocimiento que tengo de Latinoamérica (nací y viví 28 años en Venezuela). En todo caso, he intentado ser honesto, y evitar la tentación de recubrirme de citas y teorías que, realmente, todavía estoy en proceso de asimilar.
Si esta investigación puede servir para despertar, o aumentar, el interés del lector por la impresionante obra de Diego Rivera, aportando ideas que enriquezcan el contacto con su trabajo, yo me daré por satisfecho.
Cierro agradeciendo el ejemplo de sutileza y penetración de los análisis de Giovanni Careri; la muestra de equilibrio y lucidez de las interpretaciones de Brigitte Derlón; la fluidez y el brillo de las divagaciones de Philippe Roger; la solidez y la inteligencia de las teorías de Jean Marie Schaeffer, y el empeño y el gusto por el conocimiento del resto de los profesores.


[1] Rivera creía que todo arte era político, y que el buen arte debía servir para despertar la conciencia política (…)
[2] Desde cuatro ángulos: 1. La historia de México como se entendía en el momento de gestarse la obra. 2. La historia de México como se entiende ahora. 3. Las fuerzas que dominaban México al momento de pintar el fresco, y que influyeron en su concepción. 4. La visión que Rivera tuvo de la historia de México.
[3] La biografía que Rivera fabricó del personaje Rivera, recogido en el libro autobiográfico de …, y la biografía que un especialista preparó de Rivera como ser humano.
[4] Aprovechando los textos clásicos de Panofsky junto a los autores contemporáneos (Daniel Arasse, Umberto Eco, Michel Foucault, Roland Barthes, entre otros).

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