domingo, 5 de diciembre de 2010

fake



El tutor era un italiano de movimientos pausados, aire distante, mirada desconfiada, frases lentamente inteligentes, y aspecto de no lanzar un solo adoquín en mayo del 68, de haber estado, pero no estaba, porque en aquél momento tendría unos diez años y viviría en Roma; en realidad, tenía cara de no haber lanzado un solo adoquín en toda su vida.

En el interior del despacho había una reproducción del Juicio Final de la Capilla Sixtina; comenté alguna tontería sobre el autorretrato de Michelangelo versión pellejo, para hacerme el enterado, y él sonrió, como respondiendo “no digas chorradas”; luego me comentó que se había pasado los últimos cuatro años de su vida estudiando ese trabajo, y que seguramente tenía para un tiempo más. Me preguntó por el proyecto, le expliqué lo poco que pude, me soltó que no veía cuál era el tema, y luego me preguntó qué papel tenía que firmar para que yo se lo llevara a la directora de la maestría; se lo puse sobre el escritorio, firmó, le di las gracias y me fui.

Luego vino el verano con varias historias, pero ninguna tiene que ver realmente con ésta.

En octubre del 2008, cuando comenzaron las clases, pocos días después de cumplirse mi primer año en París, ocurrió el segundo hecho que me empujaría a escribir este libro. El lunes, entre nueve y once de la mañana, el tutor estuvo murmurando una parte de sus trabajos de interpretación iconográfica de la Capilla Sixtina; un análisis sutil de las distintas representaciones de los judíos junto a los arcos laterales; el tutor trabajaba sobre las diferencias a partir de las ropas, las expresiones, las posiciones de los personajes, las conexiones o desconexiones hipotéticas con los nombres de los ancestros de Cristo escritos junto a las representaciones de los judíos, y las relaciones con imágenes que pudieron caer en manos de Michelangelo. En aquella época yo había estado leyendo El Código Da Vinci para alimentar la parodia en mi novelita experimental, esa que había terminado de escribir aquel octubre; en el best seller el protagonista daba conferencias de iconografía por todo el mundo como si fuera un people, un personaje de la prensa rosa, un premio Nobel, un papa, un terrorista retirado, una cantante de moda, un cantante demodé, un torero corneado, un torero cornudo, una peluquera de celebridades, un autor de autoayuda o una estrella del deporte confesa como transexual; miré a mis compañeros de curso, no tenían mucho que ver con el público del protagonista del best seller; un poco más allá había una grieta enorme en la pintura de una pared. Después de la clase me fui con los cortesanos (tres estudiantes franceses, dos chicas italianas que hacían el doctorado con el tutor, y una profesora que había venido a dar una conferencia en un ciclo en el Louvre) hasta un café raído, muy parisino, que luego entendí hacía las veces de Salón de los Espejos para el tutor; un par de espejos sí que tenía el café, más antiguos que los de Versalles.
Mientras trataba de que mi chocolate caliente no siguiera extendiéndose por la mesa (la jarrita metálica desde la que lo pasaba a la taza soltaba el líquido de lado) el tutor me dio cita para hablar de mi trabajo esa tarde. Los estudiantes franceses se lamentaron otro rato de lo difícil que se estaba poniendo la obtención de becas; la conferencista del Louvre me habló de un artículo que preparaba sobre un proyecto de un artista norteamericano que había filmado una especie de epopeya, de unas cien horas, con imágenes medio satíricas, medio fascistas, un trabajo extraño y muy personal; el tutor se mantuvo ausente, usando su media sonrisa como, en su época, Luis XIV debió aprovechar sus pelucas, para ganar pompa y dignidad; las italianas hablaron de una salida el fin de semana por el canal de Saint Martin.
Después del café cada quién se fue a sus asuntos; yo decidí dar una vuelta para hacer tiempo antes de la cita con el tutor. Descubrí un par de galerías comerciales en las cercanías, con restaurantes de vidrio y madera, tiendas de antigüedades, boutiques deslucidas, y alguna librería con buenas ofertas, y aunque ya no cabía nada más en mi pisito enano no pude evitar comprar un libro sobre Graciela Itúrbide. Regresé y me senté a esperar que se abriera la puerta del tutor, hojeando un catálogo ilustrado.

Adentro, el tutor me recomendó que antes de comenzar mi tesina revisara en la Biblioteca Nacional qué investigaciones recientes había sobre los muralistas mexicanos, porque le parecía haber oído que varias personas habían estado trabajando, o trabajaban, sobre ellos, que tenía la impresión de que había una especie de moda con los muralistas, y que tratara de ponerme en contacto con las universidades y los investigadores para no repetir temas ni perder el tiempo en investigaciones gastadas. Es verdad, tenía razón, bajé las escaleras, le di la vuelta a la esquina en la otra calle y entré a la Biblioteca Nacional, un edificio ovalado con estantes de madera levantándose unos quince metros hasta una cúpula de vidrio, un edificio que parecía la escenografía de una película sobre un cuento de Borges que aún no se ha filmado, lástima.
Me dieron un papel con los requisitos para sacar (gratis) el carné de biblioteca y para ese día me asignaron un número provisional; me explicaron cómo usar las bases de datos; me senté frente a un ordenador y escribí “diego rivera”. 94 resultados: muchos catálogos de exposiciones, algunas obras que hablaban de Frida Khalo, unos trabajos sobre el muralismo mexicano, y varios textos relacionados directamente con Rivera. Anoté los datos de las investigaciones académicas y luego, en casa, preparé un mail.
Seis universidades. Una me respondió, un par de semanas más tarde, que sólo podían acceder a las tesis los estudiantes de esa universidad. Las demás no contestaron. Olvidé el asunto.

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