lunes, 8 de noviembre de 2010

fake

Salí sonriente del edificio y subí por el boulevard Raspail relacionando cosas sueltas, tratando de ver dónde quería asomarse un tema de investigación.
En esos días había estado conversando con un amigo sobre la situación en Venezuela bajo el gobierno de Hugo Chávez; él me explicaba la magnitud del caos mientras que, para mí, la cuestión más importante era saber cómo, con semejante desastre, los niveles de popularidad del presidente seguían siendo relativamente altos. En este caso (y seguramente en muchos otros), la popularidad no tiene nada que ver con el buen o el mal gobierno, es, en gran parte, el trabajo de “comunicación e imagen” del régimen; resumiendo, en Venezuela el chavismo parece haber sabido jugar con las frustraciones y los resentimientos de los sectores más pobres de la población para disponer de ellos si necesita emplear la violencia para mantenerse en el poder. Entre camiones cargados de alimentos, cheques, y discursos insultantes o burlones se reparte en Venezuela el pan y el circo.
La fabricación de la imagen del régimen. Arte politizado, divulgativo, didáctico, propagandístico… Pensé que podía ser la manera de encajarle a la maestría lo que había estudiado de relaciones internacionales, derecho, y ese tipo de negocios, y lo que aprendí trabajando en publicidad. Pero la muestra de arte más representativa del chavismo que tenía en la cabeza era un graffiti que vi frente al Ateneo de Caracas: “Acosta Carlés, erúctalos otra vez” (Acosta Carlés era un militar cercano a Chávez que allanó una embotelladora, entregó al “pueblo” lo que había en los depósitos, y abrió la ronda de preguntas para la televisión con un sonoro eructo). El tono chabacano que escogió la Revolución Bolivariana, en ese momento, me revolvía unas cuantas cosas, sobre todo las tripas; preferí no meterme con él, “por ahora”.
Del graffiti del eructo pasé, lógicamente, a la pintura mural, e inmediatamente pensé en la Capilla Sixtina; pero no, desechada, seguramente ya hay demasiada literatura sobre ella. Recordé entonces, en la catedral de Florencia, la cúpula con el fresco que siguiendo la tradición medieval representaba, de un lado, las bondades del cielo, y del otro, las maldades del infierno; es una pintura simpática, especialmente el infierno, con sus monstruos de mirada ingenua y sus torturados de expresión asustada, obra de Giorgio Vasari, el biógrafo de los artistas italianos del Renacimiento; la pasarela que rodeaba la cúpula sirvió durante media hora únicamente para sostenerme; tranquilo, en la soledad, me entretuve paseándome entre las figuras, como embrujado, hasta que me echaron porque llegó la hora de cerrar.
La pintura al fresco como soporte propagandístico, herramienta de adoctrinamiento, narración didáctica; perfecto, ya tenía algo. Una comparación, quizá, pero con qué. Pinturas murales adoctrinadoras no cristianas. Las cuevas que vi en Ajanta con las historias de los dioses de la India; quizá podía buscar coincidencias en la manera como los frescos enviaron sus mensajes en ambas religiones y a varios siglos de distancia, pintados por escuelas de pensamiento y de arte desconectadas; pero en realidad, ¿qué tenía que ver yo con todo eso?, ¿cuál era mi ventaja comparativa frente, no sé, a un investigador indio? Pensé saltar a las estelas antiguas apretadas de reyes y soldados asirios o persas, aprovechando todo lo que guarda el Louvre, pero no, sin haber estudiado arqueología o historia volvía a estar demasiado lejos. ¿Entonces por qué no trabajar sobre algo moderno, quizá la obra de algún latinoamericano? Y entonces apareció Rivera, claro, los recuerdos coloridos y sólidos de sus frescos.
En el 2005 pasé un par de semanas en México DF y el trabajo de Rivera en las escaleras del Palacio Nacional me marcó. Nunca me había hipnotizado así una pintura, todo el campo visual cubierto por las manchas de color, por las líneas; durante algunos minutos me sentí en el medio de la lucha entre los conquistadores españoles y los guerreros aztecas, bajo la mirada de los personajes que Rivera escogió para reconstruir la historia de México. La maestría de la Escuela me daba la posibilidad de poner esa obra bajo el microscopio, un ejercicio prometedor por varias razones: primero, la propia fuerza de la pintura; segundo, la admiración por el trabajo mural de Diego Rivera; y tercero, el atractivo de su biografía, que ocupaba la primera mitad del siglo XX e incluía al París de las vanguardias, un lugar y un momento que guardo en el cuerpo desde que leí una historia universal del arte cuando comenzaba mi adolescencia. Lo que nunca imaginé fue que a partir de la investigación llegaría, por azar o destino o las dos cosas juntas, por una serie de circunstancias verdaderamente extrañas, a abandonar un libro que ya tenía montado para escribir otro del que todavía no conozco el final.

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