jueves, 4 de noviembre de 2010

in progress


Llegué a París hace exactamente tres años, después de haber pasado exactamente nueve en Barcelona y algo más de veintiocho en Venezuela. Me vine sin más razón que mi voluntad, arrastrado por mis tripas. Después de divorciarme, sin nada que realmente me atara a Barcelona, decidí intentar cumplir una vieja obsesión: vivir en esta ciudad, mi preferida entre todas las que he pisado, un lugar que para mí, como para tantas personas, genera una especie de canto de sirena: mientras más la visitaba, más fuerte era el impulso que me arrastraba a ella. Por suerte había leído la historia de Ulises y sabía que el riesgo de estrellarme contra las rocas era grande; así que, en lugar de taponarme las orejas con cera, me taponé el CV con un trabajo que nunca había hecho pero preveía que podría ayudarme para sobrevivir en París, el de recepcionista de hotel. Efectivamente, estuve trabajando como recepcionista el año anterior al salto y, sí, la idea sirvió, porque tres semanas después de mi llegada comencé mi primer empleo en París, del que fui justificadamente despedido tres semanas después por problemas con mi francés al recibir las llamadas telefónicas. Durante el mes de diciembre vi de cerca en las noches de insomnio las rocas con los restos de naufragios, pero tuve la suerte de comenzar el 2008 en un segundo empleo, y al mes pasé a otro hotel con un horario que me convenía, trabajaba de jueves en la tarde a domingo en la noche, jornada concentrada, de siete de la mañana a siete de la tarde, lo que me dejaba la mitad “útil” de la semana libre.
En esa mitad “útil” de la semana caminé París de un extremo a otro, hice viajes por Francia y por ciudades sueltas de Europa, fui a bares, exposiciones, conciertos, obras de teatro, conferencias y, justamente, en una de ellas, ocurrió el primer episodio de la cadena que acabaría llevando a la frase que en este momento estoy por escribir. Fui a la Maison de l’Amerique Latine por una conferencia sobre la influencia de mayo del 68 francés en Latinoamérica (se estaba celebrando, justamente, el 40 aniversario). Hablaron tres personas, una invitada argentina que no dijo nada nuevo, un periodista francés que soltó algún dato interesante, y una profesora joven, también francesa, que hizo un análisis curiosamente inteligente sobre cómo lo que decían los diarios franceses era convertido en literatura por los escritores latinoamericanos. Cuando acabó la conferencia me acerqué para felicitarla y le pregunté en qué universidad daba clases (me había estado pasando por la cabeza la idea de meterme a cursos sueltos como oyente). Me habló de la Ecole de hautes études en sciences sociales, anoté el nombre y, unos días después, encontré el papel arrugado en el bolsillo de un pantalón. Busqué por Internet, anoté la dirección, decidí pasar a preguntar al día siguiente, aprovechando que el edificio administrativo me quedaba a unas calles de casa, bajando por la rue de Cherche Midi, camino hacia Saint Germain y el centro.

Al día siguiente estaba frente al edificio, años noventa, de vidrio y metal, rodeado de jardines, haciendo esquina entre construcciones de principios del siglo XX; tras ver el aire lujoso del lugar, sin muchas esperanzas le pregunté al recepcionista por las oficinas de la Escuela. Subí el ascensor pensando cómo pagar los estudios, si realmente quería sacrificar mis viajes para hacer otra maestría, hasta que, al entrar a la oficina minúscula donde se apretaban tres personas y rumas tambaleantes de libros y papeles, recuperé las esperanzas. Y sí, el aire de oficina pública era correcto, el precio de la maestría era un chiste, menos de trescientos euros al año; los estudios son subsidiados por el Estado francés; lo importante, para ser admitido, era presentar un buen proyecto de investigación.
Teoría y práctica del lenguaje y las artes, “no me preguntes qué quiere decir porque todavía no sé qué significa”, respondía cada vez que alguien quería saber de qué iba la maestría.

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