sábado, 26 de noviembre de 2011

035

Nueva York, EEUU, 2011

Los edificios arriba, siempre; el humo de las alcantarillas; el tráfico manchado de taxis; la nieve cayendo ligera, como caspa; los patos que parecen plásticos, enganchados por el cuello; los titulares en chino, las chinitas desnudas, impresas; los números gigantes de las ofertas de ropa; las esquinas cercadas de gente; el olor de la calle, de las cocinas, de los tubos de escape; las avenidas amplias, los talleres mecánicos, los edificios viejos; los tatuadores, la ropa con cadenas; las librerías de segunda mano; los negocios bajo tierra; los grafittis de colores, o los garabatos, cubriendo las paredes; los cabellos en rasta, la ropa floja; las pipas para el cannabis, los llaveros de calaveras; las parcelas convertidas en parques privados, esquizofrénicos; las rejas metálicas; el trazado rectangular, las calles numeradas; los edificios de ladrillo; los bares chic de vidrio y madera; las mujeres peinadas, los perros pequeños; los edificios con portero; los porteros con guantes; los mendigos, las joyerías; las avenidas amplias; los nombres estampados en las plaquitas metálicas sobre los bancos de madera; los viejos sentados, los perros corriendo; los partidos de softball; los árboles, el césped, las fuentes; los corredores, los audífonos, los podómetros; el papel anunciando que se está filmando un comercial para televisión, que al público no se le pagan derechos; el museo gigante, disneylandiesco; las esculturas de mármol, las máscaras de madera, los yelmos metálicos, las figuras de porcelana, los pigmentos sobre las telas; la colección egipcia; el monolito, afuera; el falso castillete arriba, el lago artificial, abajo; las residencias de estudiantes; los edificios discretos; la música latina; los restaurantes de comida rápida; todo a un dólar; los vidrios rotos; los tipos apoyados de las paredes; los negros hablando fuerte; las mujeres con bolsas plásticas; el metro aéreo...

034

Angkor, Camboya, 2010

Te cuento de mi viaje.  Ayer me tocó hacer el tonto, víctima de los mecanismos que se crean espontáneamente para desplumar a los turistas. Resulta que el viaje de Bangkok hasta Angkor es un clásico. Son menos de 400 kilómetros pero, en la práctica, tienes la impresión de que has recorrido dos mil. Por un lado, los horarios de los trenes están diseñados para que no puedas llegar al destino antes de la media noche, si es que encuentras asiento, en un tren que tarda varias horas para llevarte a la frontera y sale una sola vez cada día. Siendo una ruta habitual me llamó la atención que hubiera tan pocos trenes, luego entendí por qué. Al no haber la posibilidad práctica de ir por tus propios medios, sólo te queda la opción de las compañías de transporte “especializadas”, que te ofrecen, o más bien te imponen, los servicios de obtención de visado y cruce de frontera (por supuesto, a un precio muy superior al oficial). Te recogen en el hotel hacia las siete de la mañana y te prometen dejarte en Angkor hacia las tres de la tarde, pero a las dos todavía estaba parado en la cola para cruzar la frontera, a mitad de camino. Durante todo el trayecto, en la camioneta hasta la frontera, el acompañante del chofer insiste en que lo mejor es pagar “un poco más” (el doble) y contratar a un taxi para llegar desde la frontera hasta Angkor, porque de otra forma hay que usar un autobús y estos vienen muy de vez en cuando; según el tipo, te pueden acabar soltando en Angkor a medianoche, pero como había reservado el hotel por Internet esto no me preocupaba demasiado. En la frontera, quienes han aceptado pagar el taxi son separados del resto y pasan sin hacer fila. Los demás tuvimos que entregar los pasaportes y ponernos en manos de un gestor, que pidió un extra por “variaciones en el tipo de cambio”. Dos chicas francesas se negaron y después de una discusión fuerte acabaron pagando (en ningún momento de la discusión les devolvieron los pasaportes, no sé qué puede haber pasado con ellos si se niegan a pagar). Finalmente, después de un par de horas, te devuelven el pasaporte del otro lado de la frontera. Entonces a los del grupo del autobús nos plantan en un lugar en el medio de la nada a esperar que al famoso autobús aparezca. El sitio en medio de la nada es una especie de cafetería de carretera al estilo occidental; si la intención era hacernos almorzar allí la verdad es que no tuvieron mucho éxito, porque casi todos habíamos comido galletas y tonterías compradas en las horas de espera de la frontera (esta parte del desplume tendrán que refinarla un poco más para que funcione). Mientras tanto, los taxistas estacionados afuera de la cafetería se ofrecen a llevarte. Cada vez éramos menos los que esperábamos al bus; en mi caso, una mezcla de orgullo y curiosidad (por ver qué otros chanchullos podían montarse), además del asunto económico, me tenía allí. Por fin, hacia las seis de la tarde, llegó el bus. Tres horas de camino y el bus se detiene, otra vez, en el medio de la nada. Por supuesto que a esas alturas, entre el cansancio y la sensación de haber sido descaradamente extorsionado y estafado, no estaba para hostias. Le hablé fuerte al chofer exigiéndole que nos soltara en el pueblo, que ese fue el trato desde el principio, y que no pensaba pagar un céntimo más hasta que me dejaran en el hotel, como se había acordado en Bangkok. La mayoría de los compañeros se unieron a la protesta y el chofer “garantizó” que los chavales de los rickshaw que revoloteaban alrededor no nos iban a cobrar por llevarnos a nuestros respectivos destinos. Llamé a mi rickshaw y le dije al chofer que repitiera eso de que no me iban a cobrar; el tipo lo repitió. Por supuesto que cuando el rickshaw me dejó en el hotel quería que le pagara, pero como ya tenía mi mochila conmigo me negué rotundamente y entré a la recepción, donde el escándalo que había comenzado en el estacionamiento tuvo que bajar de tono. Le hice al recepcionista un resumen del jaleo y le insistí al del rickshaw que le cobrara al chofer (ya lo sé, el rickshaw es el más débil de la cadena, pero algún acuerdo de comisiones tendrá con los chóferes en esta última etapa del desplume, así que no me da remordimientos). En conclusión, económicamente no salí demasiado golpeado y la verdad es que ha sido una sorpresa ver cómo se crean mecanismos de explotación económica con “servicios” no reglamentados, y cómo estos mecanismos consiguen reunir, en el mismo negocio, a las compañías nacionales de trenes, de autobuses, hoteles, agencias de turismos, policía, policía de fronteras, chóferes, y conductores de rickshaw; la verdad es que casi admiro el diseño del tinglado, que en todo momento te mantiene aislado y sin opciones, aunque me jode soberanamente haber sido víctima de él, por supuesto. Si eso pasa con el plus que pueden sacar de los turistas, imagínate los mecanismos que se generarán cuando los beneficios son realmente grandes.

viernes, 25 de noviembre de 2011

033

Jardin des Plantes, París, 2009

Nunca te dejes montar la pata en la escuela. Escupe, araña, grita y traga tierra. Encuentra un protector. Haz lo que te diga. No te le despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una pandilla. Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Ráspate las rodillas con la bicicleta. Mata iguanas. Pégale candela al monte. Orínale la cama al vigilante de la construcción. Quiébrale los vidrios al vecino. Dale con el palo al perro callejero. Espíchale los cauchos a los carros de los estacionamientos. Sácale dinero a tu madre. Si no te da, quítale de la cartera. Dile a tus amigos lo que has hecho. Repite conmigo «todos los pobres son mierda, todos los negros son mierda». Cállate si tienes familiares pobres o negros. Ignóralos, desprécialos. Aprende a decir mentiras. Haz creer a tus padres que te maltrata la maestra. Culpa a tu madre, frente a la maestra, de tu pobre desempeño. Envidia, pon tus mierdas sobre los otros. Nunca mires para adentro. Maltrata a los pendejos. Haz que la gente se pelee. Sé violento. Practica kárate. Mantente a la moda. Cuida tu corte de pelo. Emborráchate. Aprende a bailar. Rómpele la cara al bonito de la fiesta.
Cógete a la mujer de servicio. Dile a tus amigos lo que has hecho. Llévate escondido en la noche el carro de tu madre. Quítale plata y vete de putas. Compra drogas. Compártelas. Roba reproductores de carro y véndelos. Acostúmbrate a tener dinero. Cógete a las changas mostrándoles el dinero. Rómpele la cara al bonito de la fiesta. Empátate con alguien de tu clase social, aunque sea fea. Métele mano. Cógetela si puedes. Dile a tus amigos lo que has hecho, aunque no lo hayas hecho. Haz que tus padres te compren un carro nuevo. Deja a la tipa fea. Vete a la capital a estudiar la carrera que tu padre elija. Sácale todo el dinero que puedas. Estudia poco. Emborráchate. Fuma y esnifa toda la mierda que encuentres. Cógete a quien se resbale. Haz saber que tienes dinero. Rómpele la cara al bonito de la fiesta. Utiliza a la gente. Desprecia a los pendejos. Aprende de tu padre. Fíjate mejor en tu tío, el que trabaja con el gobierno. Búscate una novia rica. Escucha a tu madre, ella sabe quién te conviene. Acaba la carrera.
Olvídate de las palizas. No destruyas más carros. No uses tanta droga. Acomódate el pelo. Usa corbata. Trabaja donde te ponga tu tío. Encuentra a un protector. Haz lo que te diga. No te le despegues. Jode siempre a los pequeños. Rómpeles la boca. Entra a una pandilla. Maltrata, sé agresivo, no tengas miedo. Compra un carro grande. Busca la ganancia rápida. Relaciónate con gente del gobierno. Persigue algún contrato público. Mójale la mano a quien convenga. Mueve tus contactos, no pierdas el tiempo. Cásate. Sácale a tus suegros un tremendo piso. Abre una empresa. Pide préstamos bancarios. Mójale la mano a quien convenga. Quiebra la empresa. Cómprate una casa grande. Reprodúcete. Monta una venta de motos. Lava narcodólares. Compra un carro importado. Abre cuentas en el extranjero. Busca una amante. Construye un centro comercial. Lava narcodólares. Entra en el negocio de la multipropiedad. Lava narcodólares. Deja a medias los proyectos. Quiebra la empresa.
Regresa a la coca. Deja a tu mujer y lárgate con la modelo. Alquila un apartamento de lujo. Emborráchate. Vete cada noche de fiesta. Pelea con tus hijos. Recórtales el dinero. Monta un restaurante. Desatiéndelo. Quiebra. Busca otros negocios. Mira cómo los amigos te cierran las puertas. Amenázalos, insúltalos, maldícelos. Vende tu carro importado. Esnifa toda la coca que puedas. Deja de pasarle dinero a tus hijos. Gástate lo que te queda. Sobregira las tarjetas de crédito. Pide dinero prestado. Vende tu reloj de oro. Usa películas porno ahora que no puedes pagar mujeres. Empléate. Trabaja mal. Acepta las condiciones del despido. Arruínate. Enférmate. Olvida a tu familia, que no te quiere. Muere solo, pero muere ya, porque se te ha acabado el tiempo.

jueves, 24 de noviembre de 2011

032

Museo Británico de Londres, Inglaterra, 2009

El amor dura tanto como un frasco de perfume.
Marca de perfume, ahora también en presentación King Size.

lunes, 21 de noviembre de 2011

031

Buenos Aires, Argentina, 2010

En el camino la bailarina me resumió su vida: era hija de un médico que dejó la casa cuando ella estaba por cumplir los doce años. A los quince, por las peleas con la madre, se fue a vivir en una casa okupa de Buenos Aires (en esa época era punk, no bailarina de tango, claro). Su madre la obligó a regresar pero no consiguió que continuara los estudios. La bailarina pasaba el día sin hacer nada, o sí, tocando los huevos, cada vez más, hasta que la policía la cogió atracando a mano armada una farmacia, "estaba jugando con una amiga". En el correccional comenzaron los ataques de ansiedad y la medicación.
Después de salir del correccional la bailarina de tango estuvo haciendo no sé qué. Nada muy bueno, supongo, porque tenía una quemadura en el hombro, grande, que venía de un incendio en una discoteca.
Trabajando en la calle, rollo hippie, fabricando artesanías con hilos de bronce, conoció a su ex y, enamorada, se fue a vivir con él en el medio de las montañas, cerca de Bariloche, no muy lejos de donde mataron a la mamá de Bambi. Estaban a varios kilómetros del pueblo más cercano, en una cabaña construida por su ex, sin agua ni luz eléctrica.
Al principio todo bien, cagar en el monte y buscar el agua en el arroyo, se le acabaron los ansiolíticos y sin problemas; pero después de un invierno duro, donde tuvo que quedarse sola, encerrada, un par de días, muriéndose de frío, sin comida y sin poder salir porque los senderos estaban tapados por la nieve, le volvieron las crisis de ansiedad y regresó a la ciudad.
Sólo que ahora en Buenos Aires no se sentía a gusto, demasiados recuerdos, me dijo, así que aprovechando la nacionalidad española de su marido decidieron venir a probar suerte en Zaragoza, donde vivía una de sus hermanas.
Cuando estaba por contarme lo de Aragón se resbaló y cayó de espaldas, plana, como una patinadora sobre hielo. No pude ayudarla a levantarse porque ya estaba de pie.
Acabamos de llegar a la milonga de su amiga riéndonos de su caída, pero en la milonga, en cambio, nadie se reía. Sólo seis o siete personas aburridas. Me presentó como su compañero de piso, el escritor (?), y yo sólo dije que a nadie se le ocurriera sacarme a bailar.

lunes, 14 de noviembre de 2011

030

Cordillera andina, Ecuador, 2010

Esta tarde salgo a matar un perro. Agarro mi cuchillo, que es negro y bonito y uno de los lados es un serrucho, y salgo a matar un perro. Prendo el carro y arranco, quiero llegar a un sitio donde nadie se moleste porque vengo a matar un perro. Entro en lo que parece un pueblo donde, pienso yo, debe de haber perros callejeros, y manejo lento, buscando, porque estoy aquí para matar un perro. En una esquina siento que el carro se está quedando sin frenos. Lo estaciono frente a una casa pequeña, le pongo el anti robo, salgo, camino, buscando un perro, porque he venido a matar un perro. Llego a una pared donde hay un teléfono monedero, roto. La zona donde estoy no es buena. A los lados, en la acera y en la calle, la gente pasa corriendo, asustada. No sé si saben que he venido a matar un perro. Encuentro a un viejo que, aunque no corre, trata de caminar rápido. Pero es un viejo y lo alcanzo. Le pregunto por qué la gente corre. Me dice que tienen miedo, que la zona donde estamos no es buena y quieren llegar rápido adonde van. «¿Y a dónde van?». No me responde, o comienza a hablar en alemán, no estoy seguro. Le pregunto dónde puedo conseguir un teléfono monedero y alargando el brazo me señala uno, al lado mío. Es azul y está pegado a la pared, medio roto. «Muchas gracias» le digo al viejo, pero no lo veo, ya no está: no sé cómo ha corrido tan rápido. Levanto el teléfono y escucho mi voz, igual que con el viejo, diciendo «Muchas gracias». Pero siento que la voz no está en el teléfono. Espero un rato, y otra vez «Muchas gracias». Otro rato, «Muchas gracias». Termino cansándome y cuelgo, pero el «Muchas gracias» sigue en mi cabeza. La gente corre a mi lado. Pasan y dicen «Muchas gracias». A alguno le pregunto cómo salgo de aquí. Me responde que a esta hora ya es peligroso, está oscureciendo. Y de verdad, está oscureciendo. «Muchas gracias». Le pregunto a otro dónde hay un hotel. Levantando el brazo me lo señala. «Muchas gracias». Es un edificio viejo. Entrando, pasillos largos. El hotel debe de tener más de cincuenta años, y no debe de haber sido reparado desde hace más de veinte. En una silla un tipo con cara de atracador sostiene en las piernas a dos que parecen putitas. Les pido permiso y me dejan pasar, «Muchas gracias». En una habitación con la puerta abierta veo a una mujer limpiando. Le pregunto dónde está la recepción. Me dice que no hay recepción, que debo ir al bar, al otro lado de la calle, donde está el teléfono monedero. «Muchas gracias». En la calle veo que ahora la gente lleva linternas. Entro al cafetín, sin linterna, y una mujer me ofrece la suya. La veo y me recuerda a alguien. Creo que a una amiga de la época del bachillerato. Me parece que alguna vez salí con ella y nos besamos. Era hija de holandeses, vivía cerca de mi casa. Era muy flaca, y muy chiquita, pero tenía buenas tetas. Fue la primera vez que toqué un pezón. Le respondo, hablando de la linterna, «No la necesito. Muchas gracias». Se acerca un mesero y me dice que las linternas se usan porque hay muchos malandros. «¿Cómo hago para salir de aquí?». Te puedes ir corriendo, pero casi siempre ellos corren más rápido, o si no, te esperan en el camino, o te tiran los perros. «¿Qué me pueden hacer?». Te quitan todo; o te matan, y te quitan todo igual. Recuerdo que llevo en el bolsillo mi reloj de plata, la leontina. «¿Entonces qué hago, me quedo aquí?». No, aquí van a cerrar, no se puede quedar. «¿Y el hotel?». El hotel es caro. «¿Cuánto?». Creo que seis mil. Este tipo está loco, pienso, eso no es caro. Me reviso y no llego, en la billetera tengo tres mil y dos billetes de veinte, y en la cartera no tengo nada. Qué raro, porque yo siempre llevo en la cartera un billete de cinco mil, para las emergencias. «¿Y no aceptan tarjetas de crédito o cheques?». No. «¿Pero y entonces qué hago?». A veces hay gente que sale en caravana, si quieres te vas así. «¿De dónde salen las caravanas?». De allá afuera, junto al teléfono monedero. «Muchas gracias». Al salir, encuentro que un grupo de personas está reunido como esperando algo. Me preguntan si voy con ellos. «Sí». Oigo «Muchas gracias». Todos tienen linternas pero nadie me da una. Comenzamos a caminar y al poco tiempo estoy adelante. Alguien me ofrece un palo para defenderme. «Muchas gracias». Mientras camino me ocupo de no caerme con las piedras, pero cada vez me llega menos luz. Volteándome, veo que el grupo que me acompaña está hecho de señoras gordas con bolsas de mercado. Noto que se esfuerzan en dejarme adelante. Siento que están tratando de abandonarme, para que me atraquen, y seguir ellas en paz. El coño de sus madres. Me paro a esperarlas. Ahora están caminando más lento, casi detenidas. Tardan unos cinco minutos en avanzar diez metros. La farsa se hace demasiado evidente y decido seguir solo. «Yo voy a seguir solo, hasta luego, muchas gracias». Nadie dice nada. La poca luz de las casas me deja ver algo de suelo. Piedras que se quedan y lagartijas que se van al monte. Estoy saliendo hacia el puente de los españoles, adonde iba con mi papá cuando era adolescente. Pero pienso que no puede ser, porque eso está lejos de aquí y además mi papá está muerto. Paso las últimas casas y se acaban los focos. Después de un monte veo la autopista, con los carros huyendo del ruido y los camiones adoloridos por los contenedores. En la autopista hay luz. Está a unos quinientos metros. Comienzo a caminar rápido porque siento algo de pánico. El pánico se hace más fuerte y troto. Corro. Pero antes de llegar, cerca de la autopista, está un grupo de siluetas. Dejo de correr y camino, en diagonal, evitándolas. Siento ruidos atrás y me volteo. Los tipos se han convertido en perros. Perros callejeros. Jodidos perros callejeros. Detrás de los perros viene un hombre con algo en la mano. Los perros me alcanzan y comienzan a olerme, nerviosos, con ganas de mordisco. Me detengo, respiro, trato de tranquilizarme. El hombre ya está por llegar. No lo detallo, porque no hay luz, pero está su silueta y trato de saber qué trae en la mano. Es un cuchillo, negro y bonito y uno de los lados es un serrucho. Pienso que recogió el mío, que se me ha caído, pero recuerdo que mi cuchillo lo dejé casa.
«Amigo, ¿qué hora tiene?… Es tarde, muy tarde».
Se pregunta y se responde él mismo, con mi voz, y con mi boca.
     

domingo, 6 de noviembre de 2011

029

Mumbay, India, 2011

El tipo no está posando, está mirando la cámara que iba en mi mano izquierda (el dedo largo en el disparador, el lente en la curva entre el pulgar y el índice) preguntándose si le estoy haciendo, o le voy a hacer, una foto.
Si el tipo hubiera pensado que lo estaba fotografiando seguramente me hubiera perseguido un buen rato pidiendo dinero aunque, por el cartel que hay detrás, me da la impresión, ahora que miro la foto, de que su oficio podría haber sido curandero y no se hubiera podido mover de su lugar.
El tipo estaba parado al comienzo de la pasarela que unía la tierra firme con una islita sobre la que había un templo. En la pasarela, a ambos lados, había vendedores ambulantes y mendigos. En la entrada al templo estaban los fotógrafos profesionales, esos que van con su cámara digital imprimiendo al momento las imágenes desde una máquina vieja con una fuente de alimentación portátil.
Estos fotógrafos cobran por sus fotos, no como yo, que se supone tendría que pagar por hacerlas.
Las imágenes profesionales son de parejas o de familias rígidas con el templo al fondo; fotos intencionalmente sobrexpuestas para ganar un aire poético y ocultar los defectos de los clientes; no muy diferentes a las fotos de novias que hacen por acá. No sé de dónde viene la idea de que una foto sobrexpuesta es poética; tampoco puedo decir dónde y desde cuándo comenzó esta relación entre sobrexposición y poesía, pero funciona así.
En mi foto el tipo está verde; no es mi culpa, no manipulé la imagen (aparte del reencuadre, casi obligado con las fotos que hago desde el pecho), había un techo plástico que lo enverdecía todo.
Podría haberle dicho al tipo que posara junto a su cartel y podría haber sobrexpuesto la imagen, podría llevar conmigo una impresora vieja y podría haber hecho como que quería regalarle una copia. Podría hacer las cosas bien y, entonces, no tendría miedo a verme obligado a pagar por mis fotografías y, además, este texto, también, me lo podría haber ahorrado.