viernes, 16 de marzo de 2012

055

Pontoise, Francia, 2010

Se continúa persiguiendo al castillo, como un agrónomo desubicado. Se entra a una oficina de turismo atravesada en una callejuela. Se huele que las viejitas informantes están allí para no aburrirse. Se espera que, en cualquier momento, saquen su único ojo, ese que comparten mientras deciden qué hacer con la vida de los turistas. Se les compra un paquete de cartulinas con rutas a pie por la zona. Se agradece un mapa que propone perseguir reproducciones de pinturas impresionistas, in situ. Se desciende de un número a otro, mientras oscurece, lentamente. Se camina con un sabor fresco en la boca. En algún punto, mirando dos viejas casas aún paradas como las pintó Van Gogh, se saborea la felicidad, la buena, esa que sella los días que saldrán de repente a la conciencia, en el medio de un almuerzo, parado en la calle, después de follar, cuando menos se espera. Más adelante, una venta de vestidos horribles, incluyendo uno de novia, incrustados dentro de la montaña en una especie de cueva escaparate, el salto surreal que acaba de atrapar la memoria de la caminata. Muchos pasos más allá, después de una docena de reproducciones, y justo cuando acaba el sexto y último disco de Billie Holiday, se llega a una ciudad más bien anónima, de esas clásicas de la Francia profunda: siete iglesias antiguas, trozos de murallas, un castillo, ocho torres, tres paseos comerciales, un par de buenas vistas sobre el río, lo de siempre, que hoy se deja pasar, porque es de noche, y porque se sigue hasta la estación de tren.
En el tren, de vuelta, mientras la felicidad pone todavía la sonrisa en la cara, una negra se sienta al lado. Llega su olor y, por un momento, se abandonan tren y civilización al mismo tiempo. Entonces viene esa hambre muda que aprieta el estómago, las ganas de perderse y desaparecer, no se sabe por qué, en el interior de África, como ya se ha hecho, a medias.
Con este experimento se demuestra que, con un poco de buen gusto, se puede explotar un tipo de turismo que no atrae prácticamente a nadie, pero queda bien. Se demuestra también que el gusto y el olfato son el sentido mejor guardado en las tripas, demostrando la persistencia genética de las madres cuadrúpedas que, hace años, parieron a nuestras madres bípedas, hasta que se demuestre lo contrario.

No hay comentarios: