viernes, 29 de enero de 2010

The things are queer (Las cosas son raras): ¿un narrador dentro de la fotografía? (parte 1)

THE THINGS ARE QUEER (LAS COSAS SON RARAS): ¿UN NARRADOR DENTRO DE LA FOTOGRAFÍA?



Where does the universe end?
Duane Michals, a los 6 años de edad


1. Una sala de baño; la bañera a la izquierda, el lavamanos en el centro, un pequeño marco que podría ser un espejo, el wáter a la derecha.
2. Exactamente la misma sala de baño, pero en el centro, frente al lavamanos, una pierna enorme.
3. La misma sala de baño y el dueño de la pierna; la sala de baño aparece como una miniatura; el dueño de la pierna está inclinado, como si el techo, que no se ve, fuera demasiado bajo. A la izquierda, una pared con un mapa topográfico urbano, una tarima que sostiene un par de libros enormes; un anuncio de salida pegado a la tarima; un pequeño mueble destartalado de madera. A la derecha, un vidrio refleja la sala de baño, el pie del hombre, y un cubo de basura que no existe de este lado; detrás del vidrio se adivina la pared de una terraza y un edificio descuidado.
4. La imagen anterior está impresa en un libro, del que vemos, además, un texto que habla de un gigante encerrado y de un rey; un pulgar con la uña sucia mantiene al libro abierto.
5. El cuello, el hombro, y la mano sosteniendo el libro; al fondo, desenfocada claridad.
6. La imagen anterior es una fotografía enmarcada, colgada de una pared.
7. La fotografía enmarcada y, debajo, un lavamanos.
9. Una sala de baño; la bañera a la izquierda, el lavamanos en el centro, un pequeño marco que podría ser un espejo, el wáter a la derecha.















Esta secuencia de imágenes es uno de los trabajos de fotografía narrativa de Duane Michals, fechado en 1973. La tradición de narrar usando imágenes quizá data de los primeros tiempos de la escritura. En El libro de los muertos del Egipto Antiguo las palabras que permitían al difunto compartir el más allá con sus ancestros se acompañan, siempre, de las imágenes de los protagonistas y los escenarios del relato. En el exterior de los templos griegos se reproducían fragmentos de los mitos ancestrales. En Roma los arcos de triunfo y las columnas detallaban batallas y glorias; las tumbas se recubrían con pequeñas esculturas de los mitos agradables al difunto, y en las paredes los frescos decoraban las habitaciones con metamorfosis y otros ingenios literarios. Fragmentos de los Vedas cubrieron las paredes de Ajanta y la vida de Buda se narró una y otra vez en la tradición plástica china, khmer o japonesa. Los mongoles pasaron a imágenes en miniatura la vida de los grandes kanes mientras en Europa las iglesias convertían en línea y color las escenas bíblicas, las vidas y muertes de los santos, los fragmentos de los Evangelios, los cielos y los infiernos. El Renacimiento sumó los mitos clásicos a la tradición cristiana y reinventó la realidad a través de la pintura, explicó los efectos del buen y del mal gobierno, y llenó de símbolos y mensajes silenciosos al lenguaje pictórico. La idea de contar a través de las imágenes ha estado tan unida a la cultura europea que Alberti, uno de los grandes teóricos del arte occidental, ya anunciaba en el siglo XV que una buena pintura es aquella que consigue narrar correctamente un tema.
La imagen narrativa tiene una lógica propia, que al mismo tiempo adopta elementos de la escritura y  aprovecha recursos propios. Los episodios de la narración pueden desarrollarse en una serie continua de imágenes independientes, como en el famoso tapiz de Bayeux, o compartir zonas en el mismo espacio, como en El carro de heno de El Bosco. Muchas veces la narración plástica se refiere a historias que ya conoce el espectador (episodios de los libros sagrados, vidas de los héroes); en otros casos, la historia que se propone es nueva (columnas y arcos de triunfo romanos con hazañas guerreras),  generalmente con intenciones publicitarias o adoctrinadoras (desde las estelas de la batalla de Qadesh de Ramses II a la pintura mural de Diego Rivera, pasando por la iconología cristiana).
Hasta el siglo XIX o, podría decirse, hasta el momento en que coinciden la revolución industrial, la invención de la fotografía, el aumento de las tasas de alfabetización y la popularización de la prensa escrita, el empleo del lenguaje pictórico para comunicar historias era un procedimiento habitual, dirigido tanto al “gran público” analfabeto como a la élite culta; pero con el impresionismo, y a partir de las teorías de Manet y de la Escuela de Barbizon, los lazos entre narración e imagen tienden a disolverse; la idea de que existen artes del espacio (pintura, escultura, arquitectura) y artes del tiempo (danza, teatro, música, literatura) se popularizó: la función de las artes plásticas era descriptiva, no narrativa, las categorías de tiempo y espacio parecían exigir lenguajes diferentes.
El cine mudo turbó esta noción de imagen vs. narración, demostró como nunca antes que no se necesitan palabras para transmitir las historias; sin embargo, el cine no dejaba de ser un “arte del tiempo”. La pintura se afirmó en su función visual e instantánea (en parte influida por la fotografía), y sólo excepcionalmente se retomó la tradición de las imágenes narrativas, ahora con nuevas intenciones (los surrealistas, por ejemplo, aprovecharon el lenguaje pictórico para “narrar” sus sospechosos sueños). En fotografía, el principio de la autonomía de las imágenes (en el sentido de que cada instantánea debe funcionar por sí misma) se convirtió en uno de los dogmas fundamentales del oficio, y Cartier-Bresson inventó la idea del “instante decisivo”: hay un momento particular, una fracción de segundo, que reúne todos los elementos esenciales de una escena; la función del fotógrafo es alinear cerebro, corazón y ojo para captar este instante. El San Juan Bautista de Rodin es otra versión de esta idea: aunque la escultura no se adapta a lo que las fotografías de movimiento muestran del acto de caminar, Rodin propone una síntesis del movimiento más verdadera, según sus palabras, que los experimentos fotográficos de la época. En todo caso, las aspiraciones narrativas de las artes plásticas en la primera mitad del siglo XX eran modestas, y si algunas vanguardias plásticas retomaron la tradición narrativa, lo hicieron desde una perspectiva exclusivamente experimental (el Desnudo bajando las escaleras, de Duchamp, es un buen ejemplo); por su parte, cuando la fotografía utilizó secuencias de imágenes, normalmente lo hizo para ilustrar textos (periodísticos) o secuencias temporalmente cortas (las ejecuciones públicas, por ejemplo), muy influida por el cine.
Hubo que esperar la nueva ola experimental de los años sesenta para que la plástica invadiera de nuevo el espacio de las artes del tiempo. La Nueva Figuración, en Francia, o los juegos pop de Liechestein, en Estados Unidos, retomaron la línea abierta por los papiros egipcios. En fotografía, el Grupo Fluxus propuso imágenes narrativas con una lógica propia, satírica, basada en las foto-novelas populares (24 h dans la vie d’une femme ordinaire). Desde entonces, en el mundo del arte contemporáneo la práctica de narrar con imágenes se afincó: Wegman, Botansky y, por supuesto, Duane Michals.

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