lunes, 10 de septiembre de 2012

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Isla de Coche, Venezuela, 2012


IMAGEN 12
De regreso al puerto del ferry, en una carretera pegada al mar, encontramos un restaurante con una terraza que daba directamente al agua. El sitio se estaba viniendo abajo pero tenía gracia. Los dueños del restaurante, una pareja de viejos, parecía sacada de una revista de fotografía. El viejo bajó con nosotros a las mesas junto al mar, la señora se quedó arriba, mirando el televisor puesto entre una imagen del Sagrado Corazón de Jesús con estampas de santería y velones, y un calendario de cerveza con una mujer en bikini hinchada de silicona (ocupando el sitio de la Virgen). El viejo dijo que estaba tratando de vender el lugar porque no tenía capital para arreglarlo. Se supone que la bahía era un sitio turístico, pero no había inversionistas. Intentó tramitar un crédito con un organismo del Estado pero el funcionario que gestionaba su caso pedía 50 millones para soltar los 200 del préstamo. El viejo no quiso entrar en el juego porque esos 50 millones tendría que pagarlos él después. Podría haber cogido la plata e irse donde no le vinieran a cobrar, pero él no quería dejar el pueblo todavía. No, no tenía hijos. Tuvo uno, pero se lo mataron hacía un par de años unos vendedores de droga que todavía andaban por allí. La policía no hizo nada, los traficantes estaban protegidos por la Guardia Nacional. El viejo tuvo que quedarse quieto, pero no importa, podía esperar, no tenía prisa. Durante los años que estuvo en el ejército, además de aprender a manejar armas, aprendió a tener paciencia. 

IMAGEN 13
En la mañana hubo un tiroteo a cien metros del centro comercial. Dos sindicatos de la construcción enfrentados en un terreno donde están construyendo un edificio. Parece que había unas cien personas peleando, aunque no todas estaban armadas. La balacera duró un buen rato, no sólo en el terreno de la construcción, sino hasta la acera al frente del centro comercial. Una bala fría pegó contra el vidrio del banco que está en la planta baja, por suerte era un vidrio de seguridad. La gente que trabaja en el centro comercial no sabía dónde meterse, mientras duraba la balacera. Esa misma tarde un amigo nos comentó que había dejado el negocio de la construcción por culpa de los “sindicatos”. Cada tanto venían a pedirle dinero; si no soltaba, los obreros no iban a la obra. Si metía otros trabajadores llegaban los del sindicato con bates y cadenas, a castigar a los nuevos. O iban a buscarlo a su casa, para intimidarlo. Si por mala suerte tenía que despedir a un obrero porque no venía a trabajar o aparecía borracho, venían los del sindicato. Decidió parar un día que le reclamó a un obrero que habían visto robándose material de la construcción, y el obrero lo amenazó con un cuchillo.


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