domingo, 12 de diciembre de 2010
fake
En mayo del 2009 estuve a punto de abandonar la maestría porque la agregada comercial de una embajada latinoamericana, compañera en la Sorbona , me propuso una sustitución en la recepción. Como era un puesto temporal no podía dejar el hotel; trabajaba de lunes a jueves en la embajada y de jueves a domingo en el hotel. Por suerte, una compañera de la Escuela me dijo que podía prolongar la maestría si presentaba un justificativo de trabajo, y eso hice, aunque sabía que si quedaba en la selección por el puesto en la embajada no podría continuar la maestría, por el horario. Pero no quedé, escogieron a una chica peruana.
Por esos días me llegó un correo de México, una estudiante me preguntaba si seguía con el doctorado sobre Diego Rivera porque ella necesitaba información de París. No respondí, tenía la cabeza en otro lado y muy poco tiempo para alguien que no conocía de nada; y aunque después de leer el correo pensé preguntarle qué quería exactamente, luego lo olvidé.
En octubre del 2009, cuando acababa de cumplir mi segundo año en París, me llegó otro correo electrónico de la misma persona; esta vez sólo me preguntaba si seguía haciendo el doctorado sobre “el Maestro Diego Rivera el Gran Muralista Mexicano”; la grandeza y las mayúsculas me dieron desconfianza pero le respondí que sí, que seguía investigando, que no era un doctorado, y que me disculpara por no haber respondido a su primer correo pero había tenido una época un poco complicada con el tiempo; le pregunté quién era y me puse a la orden, en un tono cortés pero frío.
Unos minutos después me llegó su respuesta, era una estudiante de la Universidad Autónoma de México que hacía un doctorado en letras; el tema de su tesis tenía que ver con la reconstrucción, a partir de datos reales, de un personaje central de una novela de Roberto Bolaño, Cesárea Tinajero. Me escribió que para ella era “fundamental” reconstruir las actividades de los mexicanos en París durante los “annés folles” [sic] porque allí estaba, me dijo, “la fuente y el verdadero origen del Realismo Visceral, o Infrarrealismo”; luego se extendió, de manera un poco florida, sobre el entusiasmo que le producía su investigación y lo importante que era para ella. Vale, cojonudo, pero, ¿yo qué pinto allí?
No le respondí inmediatamente, de hecho, no estaba muy seguro de querer responderle. Si hay algo que he aprendido con la soltería posterior al divorcio y París es, justamente, a no complicarme la vida con nada que no me dé gusto o que no sea realmente necesario.
Un ejemplo del tipo de cosas que pueden aterrar o dar risa: por una cifra azarosa esta historia siguió adelante. Que la estudiante mexicana me hablara de los années folles, y en mi cabeza apareciera la asociación con la década de los veinte, me decidió a escribirle una respuesta. Si me hubiera hablado del fin de siècle habría pensado en el art deco y, junto a sus mayúsculas, hubiera previsto una investigación cargada de florituras. Si, en cambio, se hubiera movido hacia delante diez o quince años, acercándose a la Segunda Guerra , hubiera pasado de largo para no meterme en algo deprimente.
Pero no, dio en el clavo. El de mis prejuicios, claro, en el de sólo ver lo que creo que me interesa e ignorar todo lo demás, sin darle tiempo a que se muestre. Entra un poco de vértigo pensar en la cantidad de decisiones que he tomado, y que seguiré tomando, a partir de tonterías; y después del vértigo la sonrisa cínica: ¿qué cambia, al final, si hubo o no respuesta; si continúa o no esta historia; si hay, o no hay, libro?
domingo, 5 de diciembre de 2010
fake
El tutor era un italiano de movimientos pausados, aire distante, mirada desconfiada, frases lentamente inteligentes, y aspecto de no lanzar un solo adoquín en mayo del 68, de haber estado, pero no estaba, porque en aquél momento tendría unos diez años y viviría en Roma; en realidad, tenía cara de no haber lanzado un solo adoquín en toda su vida.
En el interior del despacho había una reproducción del Juicio Final de la Capilla Sixtina ; comenté alguna tontería sobre el autorretrato de Michelangelo versión pellejo, para hacerme el enterado, y él sonrió, como respondiendo “no digas chorradas”; luego me comentó que se había pasado los últimos cuatro años de su vida estudiando ese trabajo, y que seguramente tenía para un tiempo más. Me preguntó por el proyecto, le expliqué lo poco que pude, me soltó que no veía cuál era el tema, y luego me preguntó qué papel tenía que firmar para que yo se lo llevara a la directora de la maestría; se lo puse sobre el escritorio, firmó, le di las gracias y me fui.
Luego vino el verano con varias historias, pero ninguna tiene que ver realmente con ésta.
En octubre del 2008, cuando comenzaron las clases, pocos días después de cumplirse mi primer año en París, ocurrió el segundo hecho que me empujaría a escribir este libro. El lunes, entre nueve y once de la mañana, el tutor estuvo murmurando una parte de sus trabajos de interpretación iconográfica de la Capilla Sixtina ; un análisis sutil de las distintas representaciones de los judíos junto a los arcos laterales; el tutor trabajaba sobre las diferencias a partir de las ropas, las expresiones, las posiciones de los personajes, las conexiones o desconexiones hipotéticas con los nombres de los ancestros de Cristo escritos junto a las representaciones de los judíos, y las relaciones con imágenes que pudieron caer en manos de Michelangelo. En aquella época yo había estado leyendo El Código Da Vinci para alimentar la parodia en mi novelita experimental, esa que había terminado de escribir aquel octubre; en el best seller el protagonista daba conferencias de iconografía por todo el mundo como si fuera un people, un personaje de la prensa rosa, un premio Nobel, un papa, un terrorista retirado, una cantante de moda, un cantante demodé, un torero corneado, un torero cornudo, una peluquera de celebridades, un autor de autoayuda o una estrella del deporte confesa como transexual; miré a mis compañeros de curso, no tenían mucho que ver con el público del protagonista del best seller; un poco más allá había una grieta enorme en la pintura de una pared. Después de la clase me fui con los cortesanos (tres estudiantes franceses, dos chicas italianas que hacían el doctorado con el tutor, y una profesora que había venido a dar una conferencia en un ciclo en el Louvre) hasta un café raído, muy parisino, que luego entendí hacía las veces de Salón de los Espejos para el tutor; un par de espejos sí que tenía el café, más antiguos que los de Versalles.
Mientras trataba de que mi chocolate caliente no siguiera extendiéndose por la mesa (la jarrita metálica desde la que lo pasaba a la taza soltaba el líquido de lado) el tutor me dio cita para hablar de mi trabajo esa tarde. Los estudiantes franceses se lamentaron otro rato de lo difícil que se estaba poniendo la obtención de becas; la conferencista del Louvre me habló de un artículo que preparaba sobre un proyecto de un artista norteamericano que había filmado una especie de epopeya, de unas cien horas, con imágenes medio satíricas, medio fascistas, un trabajo extraño y muy personal; el tutor se mantuvo ausente, usando su media sonrisa como, en su época, Luis XIV debió aprovechar sus pelucas, para ganar pompa y dignidad; las italianas hablaron de una salida el fin de semana por el canal de Saint Martin.
Después del café cada quién se fue a sus asuntos; yo decidí dar una vuelta para hacer tiempo antes de la cita con el tutor. Descubrí un par de galerías comerciales en las cercanías, con restaurantes de vidrio y madera, tiendas de antigüedades, boutiques deslucidas, y alguna librería con buenas ofertas, y aunque ya no cabía nada más en mi pisito enano no pude evitar comprar un libro sobre Graciela Itúrbide. Regresé y me senté a esperar que se abriera la puerta del tutor, hojeando un catálogo ilustrado.
Adentro, el tutor me recomendó que antes de comenzar mi tesina revisara en la Biblioteca Nacional qué investigaciones recientes había sobre los muralistas mexicanos, porque le parecía haber oído que varias personas habían estado trabajando, o trabajaban, sobre ellos, que tenía la impresión de que había una especie de moda con los muralistas, y que tratara de ponerme en contacto con las universidades y los investigadores para no repetir temas ni perder el tiempo en investigaciones gastadas. Es verdad, tenía razón, bajé las escaleras, le di la vuelta a la esquina en la otra calle y entré a la Biblioteca Nacional , un edificio ovalado con estantes de madera levantándose unos quince metros hasta una cúpula de vidrio, un edificio que parecía la escenografía de una película sobre un cuento de Borges que aún no se ha filmado, lástima.
Me dieron un papel con los requisitos para sacar (gratis) el carné de biblioteca y para ese día me asignaron un número provisional; me explicaron cómo usar las bases de datos; me senté frente a un ordenador y escribí “diego rivera”. 94 resultados: muchos catálogos de exposiciones, algunas obras que hablaban de Frida Khalo, unos trabajos sobre el muralismo mexicano, y varios textos relacionados directamente con Rivera. Anoté los datos de las investigaciones académicas y luego, en casa, preparé un mail.
Seis universidades. Una me respondió, un par de semanas más tarde, que sólo podían acceder a las tesis los estudiantes de esa universidad. Las demás no contestaron. Olvidé el asunto.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
fake
“Luis Marin
Degeneración de la utopía: Disneyland
Proposición:
Una utopía degenerada es una ideología transformada en mito.
Referencias:
1. La ideología es la representación de las relaciones imaginarias que los individuos mantienen con sus verdaderas condiciones de existencia.
2. La utopía es un lugar ideológico, es también un tipo de discurso ideológico.
3. La utopía es un lugar donde la ideología se pone en marcha; es una fase de la representación ideológica.
4. El mito es una narración que resuelve formalmente una contradicción social fundamental”.
Marin sumerge a Disneyland en un caldo de disolventes verbales, analizándola como una representación del sistema de valores dominantes norteamericanos y de las relaciones que los Estados Unidos mantienen con el mundo exterior; según él, el parque tiene una voluntad evidente de difusión ideológica.
Disneyland aparece como una especie de laberinto donde los visitantes actúan sin tener conciencia de que están siendo guiados a través de narraciones míticas que ofrecen soluciones ficticias a las contradicciones profundas y a las tensiones de la sociedad norteamericana. La oración me ha quedado demasiado larga, ya lo sé, pero es más o menos la síntesis de lo que decía el cuadernillo que regalaban en la entrada, con los textos de Marin y una introducción del tutor de mi proyecto, aunque no me di cuenta de que era él hasta que me preguntó qué me había parecido la exposición cuando me vio el cuadernillo en la mano, media hora más tarde, en su despacho, y yo le respondí algo así como que después de verla se me fue la ilusión que todavía me daba el parque, riéndome. Pero acabo con Disneyland antes de entrar al despacho del tutor.
Marin trabaja sobre el mapa del parque para llegar a los relatos (storytellings) fundamentales. El espacio exterior, el estacionamiento, árido y sin presencia humana, es el lugar donde los visitantes abandonan uno de los fetiches de la cultura norteamericana, el vehículo, en un espacio que recuerda a los barrios periféricos y a las zonas industriales de las grandes ciudades norteamericanas. El estacionamiento es el último lugar que el visitante ocupa antes de ingresar en la utopía. Existe una frontera cerrada entre este espacio exterior sin interés y el espacio interior, circular, poblado de maravillas.
La entrada al parque es el punto donde el dinero del mundo real es cambiado por “moneda” válida sólo en la utopía (cuando era niño, recuerdo, funcionaba de esta forma; ahora han eliminado el sistema; el trabajo de Marin es de los años setenta). Entregando su dinero el visitante gana la admisión a la utopía.
Una vez dentro, la Main Street USA comunica el punto de ingreso con el corazón del parque, el castillo, un edificio que presenta en tres dimensiones las imágenes bidimensionales de los cuentos infantiles. La conversión de las ilustraciones en objetos y personajes físicos es el sello de la utopía de Disney. La Main Street USA, además de introducir al visitante en la fantasía usando una falsificación (fake) de una ciudad norteamericana de finales del siglo XIX (el periodo en que terminó de formarse el país), es un espacio de intercambio donde el visitante puede usar su dinero del “mundo real” para adquirir productos de la utopía; el lugar donde se afirma la “verdad del consumo”, que es “la verdad” presente de forma oculta o evidente en todo el parque.
Para Luis Marin el mapa del parque presenta dos espacios definidos a izquierda y derecha del castillo. A la izquierda, los mundos de la frontera y de la aventura, que representan lo remoto en el tiempo y en el espacio; a la derecha, el mundo del futuro, que presenta, a escala reducida, la superioridad tecnológica norteamericana.
En el mundo de la frontera las narraciones giran alrededor de la conquista del oeste, justificando la lucha por la explotación de los recursos de una tierra habitada por salvajes (los indios norteamericanos, que son autómatas mecánicos idénticos a seres vivos, disolviendo el límite entre el ser vivo y la máquina). La frontera no es el límite, sino su trasgresión.
En el mundo de la aventura la distancia deja de ser temporal (como en el mundo de la frontera) y se vuelve geográfica; el visitante llega a tierras exóticas y peligrosas del mundo actual; en estos lugares hay caníbales que repiten los gestos de los indígenas del mundo de la frontera.
En cambio, en el mundo del descubrimiento, las tecnologías norteamericanas sirven para presentar un mundo próspero y deslumbrante, donde los enemigos a vencer ya no son los pueblos primitivos, sino las fuerzas de la naturaleza.
Marin identifica algunas narraciones recurrentes en las atracciones del parque:
La fantasía de la acumulación primitiva: en el pasado pre-industrial el enriquecimiento venía del saqueo, no de la producción.
La moral económica: la vida es un continuo intercambio, en la mayoría de las atracciones las historias giran alrededor de este hecho.
El mito del progreso tecnológico: los seres humanos se adaptan mecánicamente a los utensilios que les rodean, cada vez más abundantes y más sofisticados, aunque esencialmente la familia burguesa sigue siendo la misma, no importa el contexto.
Las máquinas y las criaturas: en la utopía la naturaleza es una simulación, porque la naturaleza real es primitiva y salvaje; pero, al mismo tiempo, en el laberinto que propone la utopía, la máquina es la realidad, tan válida como la naturaleza simulada.
El modelo reducido: lo que del lado izquierdo del parque son simulaciones de seres vivos, del lado derecho son escalas reducidas de objetos existentes, como cohetes espaciales o submarinos nucleares. La máquina vuelve a ser ese ente omnipresente que en la utopía sustituye a la realidad.
Lo hiperreal e imaginario: el parque ofrece, por un lado, la ilusión de un mundo que viene a ser una especie de fantasía infantil congelada y, por el otro lado, sumerge a los visitantes entre la multitud para dar la sensación de que todos son parte de un inmenso colectivo que fluye dentro del laberinto del parque. La fantasía de la utopía se cierra cuando el visitante regresa al exterior, al estacionamiento árido y masificado, reflejo de la realidad desprovista de magia del mundo industrial.
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