EXTERIOR. NOCHE. CALLE DE FINALES DEL SIGLO XIX
Fiesta de pueblo mexicano: niños, gallinas, mujeres, perros, hombres y ancianos moviéndose de un extremo a otro de la pantalla, la mayoría vestidos con sencillez, casi todos con actitud despreocupada.
En lugar de música, voces o gritos de niños, se escuchan llantos y lamentos de mujeres.
La cámara retrocede, la vista de la calle está enmarcada por la ventana de una habitación.
INTERIOR. DORMITORIO AMPLIO DE UN CASERÓN ANTIGUO
A la izquierda de la ventana una cama donde dos mujeres amortajan a otra, comenzando por los pies. A la derecha de la ventana un hombre mira el suelo mientras otro susurra frases de las que sólo se alcanza a oír palabras sueltas: “viaje”, “esferas”, “hermanos”; la ropa de ambos hombres, con chalecos y leontinas, contrasta con la sencillez de las mujeres que lloran y amortajan.
El sonido de una puerta que se abre. Aparece una mujer, vestida también pobremente. Lleva en brazos a dos recién nacidos. Tiene los ojos llorosos.
MUJER CON NIÑOS.- Señor, ¿sus hijos pueden despedirse de… --hace un gesto hacia la cama.
El hombre que mira el suelo no reacciona; su acompañante afirma ligeramente con la cabeza.
La mujer con los niños se acerca a la cama, se inclina, y grita:
MUJER CON NIÑOS.- ¡Está viva! ¡La señora está viva!
Las mujeres dejan de amortajar, el hombre que mira el suelo levanta la cabeza, el otro frunce el ceño.
MUJER CON NIÑOS.- ¡Se lo juro por la Virgencita, la señora está viva, me está oyendo!
El hombre que miraba el suelo sigue inmóvil, como en shock, el otro camina rápidamente hasta la cabecera de la cama, coge una vela de la mesa de noche, la acerca a la cara de la mujer que estaba siendo amortajada. Se incorpora todavía con el ceño fruncido.
HOMBRE DEL CEÑO FRUNCIDO.- Quítenle eso --señala la mortaja.
En primer plano un pie liberado de la mortaja. Unas manos de mujer lo sostienen, unas manos de hombre encienden una cerilla. El fuego de la cerilla sobre el talón; uno, dos, tres, cuatro segundos, hasta que se apaga y vemos que se ha formado una ampolla. La cerilla cae de los dedos inmóviles.
HOMBRE DEL CEÑO FRUNCIDO.- Diego, sí, tu mujer está viva.
El hombre que miraba el suelo corre a la cabecera de la cama, gritos de agradecimientos celestiales de las mujeres que amortajaban, revuelo en el cuarto y, mientras tanto, asomada a la ventana, una niña disfrazada de la Muerte (la Catrina , como en El sueño de la Alameda ), ha estado mirándolo todo y, en algún momento, da media vuelta y se va.
Éste tendría que haber sido el inicio del libro, pero no lo es. Como dicen, a veces las cosas adquieren vida propia y entonces ya no hay nada que hacer. El libro que pienso escribir, en realidad, ha sido escrito por alguien que no conozco, alguien que fue asesinado en 1929, yo he nacido cuarenta años después.
También es posible que todo esto sea un engaño, o para decirlo más elegantemente, una ficción; pero si es así me limpio la conciencia sabiendo que he sido víctima del fraude mucho antes que ustedes. La artesana de la historia sería una tercera persona que sólo conozco a través de correos electrónicos, de quien más adelante hablaré .
La escena de la habitación y la mortaja la escribí para abrir una novela sobre Diego Rivera, el muralista mexicano ahora más conocido por sus dos matrimonios con Frida Khalo que por haber sido uno de los pintores más respetados de su tiempo, no muy lejos, en fama, de su amigo durante los años en Montparnasse, Pablo Picasso.
Un fresco de Rivera fue el tema de tesis de una maestría que defendí hace un par de semanas. La sede de la maestría estaba ubicada, casualmente, a un par de calles del lugar donde vivió Rivera durante los años de complicidad con Picasso, junto a la estación de trenes de Montparnasse. Y para seguir con las casualidades, yo mismo vivo, desde hace tres años, en un estudio minúsculo que hace espejo con el que debió ocupar Rivera: el mío está en el número 18 de la rue de l’Arrivée (a la izquierda, saliendo de la estación de trenes), y el de Rivera ocupaba el número 23 de la rue de Depart (a la derecha, saliendo de la estación de trenes); aunque el edificio que corresponde a ese número fue demolido y ahora hay una sucursal de Galerías Lafayette.
Pero no es de Rivera que quiere hablar este libro, sino de un amigo suyo, un hombre que, veinte años antes de que saliera el Granma (el pequeño barco que llevó desde México hasta Cuba al Che Guevara y a Fidel), estaba organizando una expedición con el mismo objeto: encender la revolución comunista en la isla para acabar con el dictador de turno, en aquel momento, Gerardo Machado.
De este revolucionario tuve noticia, por primera vez, leyendo una “autobiografía” de Rivera; luego el personaje volvió a aparecer en una biografía sobre el muralista y, finalmente, me encontré con él de la manera más rocambolesca que pueda imaginarse, a través de una persona que investigaba la vida de una mujer que nunca existió, Cesárea Tinajero, un personaje inventado por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Pero mejor voy por orden, porque veo que el asunto tiende a complicarse.