lunes, 4 de agosto de 2014

070

Montparnasse, París, 2010


INSTRUCCIONES PARA RECORDAR A CORTÁZAR DESDE UN EXTREMO DE LA ILE DE SAINT LOUIS

Antes que nada vacíe su entendimiento de cualquier idea de interés general que pueda tener algún carácter económico o un uso práctico. A continuación, abra los párpados hasta que el temblor de la imagen y el dolor en los globos oculares le indiquen que ellos (los ojos) están a punto de rodar por la acera y entrar, si la inclinación del boulevard Henry IV lo permite, al square Barye. No olvide, en esta etapa del procedimiento para recordar a Cortázar, levantar ambas cejas y aspirar el aire como cuando se está a punto de entrar a un baño público, de manera que se evidencie un fuerte shock emocional del tipo admirativo o sorprendente (en posición de víctima de la sorpresa, se entiende). En caso de notar que los transeúntes y viandantes, turistas, metecos o aborígenes, pasan de usted, emplee alguna de las siguientes frases: “Boludo, ¡tenés que venir a ver esto!”, o “Ché, toda la vida he esperado este momento, ¡y aquí estoy!”; si no se siente a gusto con las dos exclamaciones propuestas elabore la suya propia, siempre cuidando que ésta no guarde relación con la nacionalidad y la lengua hipotética de sus víctimas potenciales. En caso de notar que el ejercicio no lleva al fin buscado (la Humanidad se empeña en ignorar su sorpresa o, peor aún, su existencia), ubíquese en la entrada del parque de forma que su masa corporal impida la entrada o la salida al recinto. 

Es probable que sus víctimas potenciales salten la reja (40 cm.) para entrar al parque evitando cualquier contacto físico o verbal con su persona, pero tenga paciencia, en algún momento una pareja de sexagenarios incapacitados para los alardes malabares se detendrá detrás de usted a esperar que de buena gana ceda el paso. 
Es el momento de actuar: 
-- ¡Boludo (mire al sexagenario de sexo masculino cuando hable), ¿recordás Las babas del Diablo?!
-- Sorry?
-- ¿Cortázar?, ¿Las babas del diablo?, ¿te suenan?, ¡Blow-up, pibe, Blow-up!
-- Blow up?
Pero como no es para hablar de cine que ha llegado hasta acá, ni es ésa la función del recuerdo, volverá sobre sus pasos, en sentido metafórico, y retomará la conversación allí donde la dejó, es decir, en el descubrimiento de la escenografía del cuento Las babas del diablo. Seguramente ninguno de los sexagenarios habrá leído el texto ni sabrá nada de su autor, pero no se desanime, mejor así, esto le da la oportunidad de extenderse en la biografía del argentino y en el acumulado de anécdotas sobre su carácter y su vida (no olvide mencionar que en Barcelona un amigo del primo de un amigo le dijo que cuando estaba joven vivió en París y conoció al escritor, que ambos jugaban en el mismo equipo de fútbol los fines de semana; un equipo compuesto por españoles huidos de Franco y latinoamericanos escapados de todo lo demás; que Cortázar era un futbolista terrible, por las piernas demasiado largas y su estilo de juego, que consistía en no moverse de donde lo ponían; que además era un tipo muy tímido y callado, sencillo y de buen corazón, algo así como una especie de niño grande, inmenso, porque medía alrededor de dos metros de altura).
Posiblemente la pareja de sexagenarios, un poco por cortesía y otro por no saber qué hacer, habrá aceptado su compañía a pesar de su verborrea; es el momento de invitarles a conocer la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, difícil de encontrar si van solos, porque está en un lugar que se disuelve entre tanta lápida, pero se reconoce desde lejos, la nuestra, porque tiene como unos círculos con aire de burbuja que le salen de la cabecera, no se sabe por qué ni hacia dónde, y sobre ella los fans han dejado una colección de mensajes, algunos muy huachafos, otros no tanto, y piedritas, y páginas de libros, y hasta botellas de bebidas alcohólicas o espirituosas, y que alguno le ha escrito no sé qué del cronopio mayor, y otro (seguramente una chica) le quiere hacer saber al cadáver que sus libros le han cambiado la vida, etc.
En este momento, y para poner a prueba la capacidad de aguante de los sexagenarios, pase a hablar de usted, explíqueles que París no sería la misma sin Cortázar, que la baba del Perseguidor y los laberintos de Rayuela han dejado su marca en la ciudad, que los años cincuenta y el jazz y el existencialismo y la ontología y los surrealistas y la noche y el Sena y Saint-Germain-des-Prés y vivir los días alimentándose de lo que llena la cabeza sin pensar en el qué será y la Maga y quedar para verse a cierta hora sin saber el lugar, para encontrarse así, por puro instinto. Que seguramente Cortázar tuvo mucho que ver con la decisión de venir a establecerte en la ciudad, hace ya casi siete años, con escoger un ático en Montparnasse, cerca de los jardines de Luxemburgo, porque París es la rive gauche, fundamentalmente, y algo, pero muy poco, de la rive droite; y los clubes de jazz de la rue des Lombards; y las caminatas durante horas sin molestarse en escoger un destino, de quartier en quartier, de puente en puente, porque sólo caminar la ciudad es ya un gusto inmenso, y por eso la frase “París es gratis” que aparece en Rayuela, creo, se ha mezclado con aquél “París no se acaba nunca” de Hemingway, para quedarse resonando adentro desde que las leíste, y sí, ambos tienen razón, y por eso estás aquí, sin ganas de irte.
Y si los sexagenarios aún no han huido aterrados, suéltales lo de las lecturas de Cortázar al final de la adolescencia, en la época de los talleres literarios y las conversaciones hasta las tantas dando vueltas alrededor de la literatura, explícales cuántas veces te buscaste en los ojos de los axolotls, te acostaste a leer con la noche boca arriba, te fuiste de vacaciones por la autopista del sur, saltando en la rayuela de Cortázar a Borges, de Borges a Kafka, y de nuevo a Cortázar, pasando por Maupassant. Háblales de los cuatro tomos de relatos publicados por Alianza, guardados en el anaquel de los libros que no se prestan para que no se los lleve alguien al otro lado de la casa tomada. Y desde esa época, como una enfermedad incurable, las formas que se mueven por los ojos cuando los párpados están cerrados han dejado de ser pequeñas úlceras en la córnea, o no sé qué en la retina, para convertirse en los bailes de los cronopios y de los famas, catala tregua tregua catala. Después les detallas a los sexagenarios las instrucciones para leer Rayuela, aunque les aclaras que la cuarta vez que la leíste, justo antes de venirte a Paris, lo hiciste de corrido, pero no es ésta la mejor forma.
Diles que estás seguro de que no hay escritor latinoamericano nacido entre el 55 y el 75 que no le deba algo al argentino; que Rayuela ha sido una especie de Biblia literaria para muchos; que quizá algunos textos de Cortázar han “envejecido mal”, pero está siempre la inteligencia, y la cultura, y el sentido del humor, y la sorpresa, y la voz, y el posicionamiento político sin la propaganda ideológica, y la variedad, y el juego, sobre todo eso, el juego, el disfrute puro y duro de escribir que contagia a la lectura. 
Si los sexagenarios han llegado hasta aquí puedes suponer entonces que ya has hecho tu trabajo del día. Dedícate a preparar el ejercicio del día siguiente: ¿compartir el vino con los clochards que viven bajo los puentes del Sena para hablar con ellos de filosofía? ¿Fabricar un par de docenas de bombones para regalárselos a los turistas y poner, en alguno de ellos, un insecto? ¿Acercarte a la Madeleine para subir, metódicamente, las escaleras? Cualquier cosa sirve porque, de todos modos, hagas lo que hagas, queriendo o sin querer, Cortázar estará allí, entre una decena de nombres, como una parte inseparable de tu persona.