Isla de Margarita, Venezuela, 2012
El día antes de subir al avión que me trajo a Venezuela
había en mi bandeja de correo electrónico una invitación a participar en un
proyecto destinado a recoger testimonios de escritores venezolanos que viven en
el extranjero. No todos los testimonios son experiencias de exilio, algunos de
los participantes dejamos el país antes de comenzar “los cambios”. He estado a
punto de escribir “abandonamos el país” en vez de “dejamos el país”; la frase
hubiera funcionado bien en mi caso.
Mi idea inicial era fabricar una especie de diario de
viaje que recogiera el contraste entre el país esperado y el país encontrado.
El país esperado es ese que se ha construido en mi cabeza, a la distancia, con
los comentarios de la familia y los amigos, las noticias sueltas de la prensa
internacional (hace tiempo que no leo la prensa venezolana), algunos informes
de organismos internacionales, etc.; unido este material a la versión que tenía
cuando me fui.
Ese país mental tiene un Estado omnipresente, adaptado
del modelo cubano que, por su parte, ha sido una tropicalización del modelo
estalinista, con sus mecanismos de control de la economía, su maquinaria de
propaganda del régimen y el culto a la personalidad del líder, su aislamiento
de la economía global, y su burocracia intencionalmente torpe. Este país mental
tiene, a diferencia del modelo cubano, un nivel de criminalidad de zona de
conflicto, como si se viviera una guerra civil continua y no declarada.
La Venezuela que se creó en mi mente se mueve, como todo,
según su propia lógica: la construcción de un sistema que busca perpetuarse
indefinidamente para sustentar a una nueva elite que recoge el grueso de los
beneficios petroleros y, casi seguramente, una parte importante de las
ganancias que genera el tráfico de drogas en y desde Venezuela. Esta nueva
elite convierte sus beneficios en bienes seguros (inmuebles, básicamente)
gracias a las expropiaciones arbitrarias y a la presión ejercida sobre la
antigua burguesía para que abandone el país y venda sus propiedades. Esa
presión aprovecha un ambiente hostil basado en la criminalidad, los cortes de
agua y electricidad, el control de la moneda, la inflación, el desempleo, el
hostigamiento oficial, y la escasez de productos en el mercado.
En la Venezuela levantada en mi cabeza la nueva elite
justifica el sistema (en algunos casos más, en otros menos sinceramente) con un
discurso revolucionario nacionalista, radical y populista que defiende la
repartición de riquezas, la ayuda a los más pobres, la defensa contra una
supuesta conspiración internacional y contra quienes buscan regresar al modelo
anterior. Para sustentar el discurso una parte de los beneficios petroleros se
destina a los sectores con menos recursos, favoreciendo el clientelismo en una
población que está dispuesta a defender por las armas al régimen que le está
dando beneficios (algo que no va a hacer, para apoyar un cambio político, la
población con un nivel económico mediano o alto). Tiendo a creer, apoyado por
estadísticas y análisis de organismos de Naciones Unidas, que el sistema ha
sido relativamente efectivo en su lucha contra la pobreza extrema y que un buen
número de venezolanos ha mejorado su nivel de vida en los últimos años (lo que
explica parcialmente el alto nivel de popularidad que mantiene el líder).
Esa Venezuela que formaron mis ideas tiene un gobierno
que apuesta por el aislamiento internacional, desmantelando al sector privado,
estatizando las actividades productivas, centrando la economía nacional en la
exportación (cada vez más a países emergentes) de materias primas controladas
por el gobierno, anulando a cualquier grupo económico o empresarial interesado
en insertar al país en el proceso de globalización económica y de aumento de la
productividad que exigen los mercados internacionales. Los ejemplos a seguir
son Cuba y Corea del Norte, la Libia de Gadafi o Irán; básicamente, regímenes
que han sobrevivido décadas apoyados en el aislamiento y en una actividad
económica de explotación de recursos naturales controlada por los dirigentes
políticos.
La Venezuela que me fabriqué tiene una sociedad dividida
en dos, algo típico de los países en desarrollo, de un lado la minoría que
tiene una situación económica relativamente cómoda, con un nivel de educación
académica mediano o alto y un estilo de vida parecido al de los países
desarrollados (con una fuerte influencia norteamericana); y, del otro lado, una
mayoría con pocos recursos y un nivel de educación académica medio o bajo, que
hace malabarismos para ir resolviendo el día a día; un país con una débil clase
media, reducida además por el desmantelamiento de la actividad privada bajo el
sistema actual. Contra ese país doble va, en mi representación, el discurso
oficial, aunque, en la práctica, como en la granja de Orwell, la nueva elite, en
la Venezuela que me he inventado, se ha dedicado a copiar caricaturizadas las
costumbres de los antiguos privilegiados.
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